Café idealizado en anochecer de sábado de octubre

Cenicero: punto de fuga.
Gestos sin dueño,
calle peatonal cualquiera.
Hay hojas de reclamaciones a disposición de los consumidores de otoño -:
Labios y dientes pintan
adjetivos, muerden vocativos: hablan.
Solitarios que tararean,
maquinalmente, lo que quedó después del olvido
de la melodía nasal de un padre subiendo las escaleras;
(Volvamos)
Carmines y pestañas moviéndose: hablan.
Migajas de palabras
caen sin peso sobre el pecho de los sábados.

Resbala la llovizna por toldos de franjas color rojo veneciano;
terrazas: frío que empieza a ser frío
después de que el sol ahogue un beso en los párpados de la tarde
y el horizonte se desvanezca;
canción última, cristales de octubre,
humo que asciende
paciente
de una taza de café de loza blanca,
tintineos de cuchara
miradas perdidas fijas en el centro de la nada.

Faros que iluminan el escape del coche que lo antecede:
fantasmas.

Inundaciones

Movimientos:
sístole y diástole cabalgan en los labios,
respiración entrecortada – jadeos
que empapelan las paredes, desteñidas
por el tiempo: presente que suma
inspiraciones pasadas -, lenguas
que reciben su forma
del negativo
de la piel salada;
conjugación de humedades,
dedos buscando oquedades
primitivas
que el olvido
olvidó de borrar; jirones
de noche y de luna…
miradas en penumbra…
gemidos ahogados:
inundaciones.

Ahí, donde te digo…

El desenfreno etílico de las sombras
los ademanes amables de la mentira
la crueldad del tatuaje pérfido que pasa
a la sangre, y se bifurca
por la carne.
El Apocalipsis de las ojeras
los dedos de las manos chasqueando
la locura.
El trigo de las pesadillas
las estelas de estaño con que hieren el cielo
los cóndores de aluminio tan grisáceos…
Vendavales en sobres amarillos pálidos
y remite en los vericuetos del olvido
junto a un sobrero azul de fieltro…
El brotar del sudor de la tinta,
antes, sólo sueño, sobre el calendario.

La materia derruida, la luz
entrecortada, la crisálida del otoño
hacia el cáliz estéril del invierno…

La primavera que explota en las conciencias:

el mundo que descansa sobre un tallo;
entonces libaría los aromas inconfesables
y me enredaría en los sonidos de la muerte
buscando a dios
en tus labios.

Ahí, donde te digo,
se contradicen las distancias
y todos los tiempos son el mismo:
un escenario sin máscaras
sólo calor de cuerpos desnudos:
la canícula eterna y primera
de las palabras…

Temprano

Esta disertación sobre el polvo con que se cubren los amores
o el erotismo de las líneas de alta tensión penetrando en el horizonte
o la humedad de las inundaciones,
no me lleva sino a pensar
que hoy me he levantado, y la mañana
todavía no se ha hecho con el mundo.

Me encanta ese lapso de tiempo sin terminar de acotar
donde los árboles se insertan en la penumbra
y no saben si son árboles, o colorines palpando el alba con su canto;
donde el joven ebrio tardío
coincide con el viejecito insomne
– “la cama me mata, me quiebra los riñones” -,
en un “buenos días”
(por decir algo).

Desearía, ya, más tarde
rebelarme contra la tiranía de los relojes,
hundir un cuchillo en el costado
de una hora que pasara por mi puerta
– ver cómo están entrelazados
sus intestinos a la geometría del tiempo -,
con la esperanza – si he decir la verdad –
de que algún año que cargo en mi espalda
sea arrastrado
por ese río de sangre imaginario:

por ese río de rostros doloridos
que acaban llenando las mañanas.

Devenir

Los pensamientos se engastarán en la noche,
la soledad y sus máscaras
multiplicarán los cuerpos.
Entre las ramas entrelazadas de los árboles
caerá, como una ola furiosa sobre sí misma,
la luna hecha añicos
– como el cristal que pasaremos media vida reconstruyendo:
en la primera mitad, lo rompimos -.

La amarra, el camino, el espejo:
el rostro que envejece al reflejarse.
La piedra, el retrato, el viento:
el velero al que mece el oleaje.
La pintura, el muelle, la calle:
el devenir del asfalto infame.

Luego, después de ahora – en verdad:
nunca, siempre… quién sabe -,
en la transparencia que guía los pasos de los ciegos
estarás tú siendo igual y distinta,
volviendo una y mil veces sobre ti misma…

y tan sólo serás – al zumbido de la luz sobre mi rostro –
la cicatriz que el tiempo deje en mi retina.

Cálculo de otoño

Y así,
mientras el lápiz empuña la vida,
el quince de septiembre se cuela por la ventana
– no hay postigos que al tiempo detengan –
y mis ojos se preparan
para un otoño breve
– eso ansían, eso quieren -.

En el próximo otoño – dicen -,
los perfumes familiares atravesarán las sienes;
conocer la pulpa de todos los frutos
será ir extinguiéndose sobre un mismo;
y ya,
cuando la luna mengüe
y casi desaparezca la luz
en la noche
y se confundan todas las brújulas;
entonces
sólo quedarán las encuestas,
los datos
y sus extrapolaciones
de lo que hacíamos y sentíamos en verano
estirándolo más allá del equinoccio;
y como el buen matemático
que quisimos ser
las daremos por buenas.

Yo digo que es mentira
que cada hoja amarilla
levantará de la piel de la tierra
una nota de música irrepetible.

Alforjas

Esa oscuridad es el velo de la sangre,
del azufre y de su garra
– y de la huella que deja en los párpados -;
cubre mi rostro con lesa majestad de quien quiebra el silencio.
La ebriedad de voces distantes
dobla las ramas amarillas de la música
y sólo queda el chirriar de la existencia en las venas palpitando:
¿A qué viento rezarle para implorar la calma?
No, no lo hago.

Entonces
en las pinturas de los muros,
donde, al atardecer, alguien
puso: melancolía;
me doblo por la mitad con las manos sujetando mi estómago
y descanso de ser yo;
y me asombro
de las sombras, de cuántas sombras,
salen por mi boca:
y a ciegas, desgajando el aire circundante,
aplastan los segundos para llegar al alba,
un alba gris y fría,
más allá del mal sueño del que desertaría la noche misma,
y que, sin embargo,
alumbra el nuevo día.

Y alforjas rebosantes de esperanza,
hacia la oquedad que hinchados y blancos gusanos
dejaron
en los corazones,
acuden a encontrarse
con la vida.

…ese mismo camino.

Me he acostumbrado
a pasar página
con la frialdad de un glaciar,
con las venas de mi cuello y mi frente
llenas de ira helada.

Luego, sobrevenida,
la culpa cabalga por ellas…
viene, directa, de los dígitos verdes de un radio-despertador
que me hacen saber que aún estoy despierto.

En esas noches de insomnio
me balanceo en la resaca del mar de la nada
que vivo como un todo;
y la necedad, – y quién sabe
si la mala conciencia -,
sostienen mis párpados:
y mis ojos se secan
y me hundo en un pasado
que repaso como el cajero de un banco
cuenta por segunda vez
el mismo fajo de billetes.

A esas horas, la luz
de la luna
castiga las catedrales y los adoquines
que han soportado el paso de tantos hombres…
les recuerda su vejez
y su decrepitud.

Intuyo que empiezo a andar ese mismo camino.

El primer día del resto de mi vida

A las cinco de la tarde
tomé por primera vez conciencia
de que el sol
estaba fuera.
La luz resbalaba por el cielo
dándole una tonalidad más viva
a los seres y objetos de la tierra.

Sentí una verguenza
que colgaba de la diéresis que mis cejas,
arqueadas de asombro,
dibujaban.
Sentí que toda entereza alguna vez quiebra.
No sé si lo que pasó por detrás de mis ojos
era una nube de lágrimas, muy densa:
pretérita.
Lo desconozco.

Es posible que ese sudor de la culpa, la ternura o la inocencia,
una las partes dispersas
en un todo entrelazado;
y así, el mundo se desvele, si no
más bello,
al menos más humano.

¡Qué placer sería
– y digo sería –
que mi ser se desbordara
de lágrimas,
y oler por vez primera
la esencia de los cuerpos y los sueños
con un alma enteramente humana!

Sin título (1)

Porque mi esperanza fue tal
– en aquel momento –
que los niños que jugaban en la acera
volvieron su vista al unísono,
¿Quién será aquel esperpento?
– pensaron
con palabras que por la edad
aún no les correspondían -.

Yo no voy a hablaros
de lo que sentí después,
porque
cuando se mira al pasado
– los años, unas cuantas horas –
de las sensaciones y los sentimientos,
todo es mentira:
juraría que el tiempo
siempre nubla la mirada.

Os voy a hablar de lo que hice
con tamaña esperanza:
nada.

Buscándote

Algún día me encontrarás borracho por los bares,
cabizbajo, con un sabor metálico en la garganta,
apoyado en la barra mugrienta de la derrota;
y no será a ti a quien busque.

Secuestrando los olores de mis congéneres
y el calor humano que olvidan
cuando pasan.  Alguno
me dirá que estoy vivo, y que
con eso basta; entreabriré la boca, libando
la poesía en el aire; esquivando
las serpientes que cuelgan del techo, de camino
a la calle.

De camino a un sueño en que siga buscándote
sin ser a ti a quien busque.
Espero… y ya conozco
todos los tic tac de la tardanza; sé
del último pensamiento de las moscas:
revolotear por todo tu cuerpo y que me apartes
con desprecio…

Merodeará la vergüenza por el marco
del espejo
que me mire de madrugada; antesala
de las horas que pase buscándote
en mis sábanas.

Y no será a ti a quien busque.
Y no será a ti a quien busque.

Algún día encontraré tus ojos y miraré por ellos
el mundo.
Quizás comprenda,
entonces, que la única poesía
es saber vivir con uno a cuestas; y,
así, sin castigos – ni tuyo ni mío -,
seguir buscándote.

Sueño

Así pasó la noche,
soñando apresuradamente con despertar
y soñar el día;
desdeñando realidades y vilezas,
creando un mundo y un lenguaje:
un código con que circundar la vida,
y unos labios humedecidos de fatiga
de nombrarlo:
de tallar, a fuerza de voces, sus diminutos detalles
en el granito de la memoria
para saber que existimos.

Un hombre solo y una mujer sola
con la extraña sensación
de que la sangre sigue su curso, a embestidas,
bajo el légamo de la piel – donde el orfebre del ocaso
nos dio el verbo y nos arrojó a la tierra -,
sin tener en cuenta el témpano de hielo tras la retina
y el remanso en el corazón de unas leves ascuas ardiendo,
del que sueña
despierto.

Todo para que tal vez, como está escrito,
el tiempo torne verdadero al escaparse entre los dedos
incendiando los engranajes del olvido;
y que el recuerdo de cualquier día
se vaya cubriendo de polvo y telas de araña
como los muebles de una casa abandonada,
como el que se abandona al sueño
y – quién sabe -, a la vida:
al lento transcurrir de los años que cierra las heridas.

Pasos

Algunas tardes pasa una sombra;
resta palabras
a cada paso
del libro que leo, hasta
que queda en blanco.
Luego, en el polvo muriente que va
desde mis ojos al horizonte,
sus pasos se extravían
como se perdieron las cicatrices
bajo tu piel violácea,
como el suelo helado
bajo la nieve.

La noche partió contigo
y sólo queda la caracola de la tristeza
que puebla mis oídos
de los gemidos de otros.

Así sé que no estoy solo
y que cuando amanezca
la luz andará pisando las huellas de los pasos de sus hijos.

Pesimismo sin puntuación

    Tú vienes
de la tierra de la miel y las estrellas
de la pátina y la sombra sobre el tiempo
de los árboles carcomidos y el errante
    cielo
que acoge las heridas de las pérdidas
la melancólica luz sobre los campos

    Tú vas
hacía el cúmulo de nombres y de rostros
por el vasto mar de las pisadas
por el numerario bosque de lápidas esdrújulas
por el aluvión de las cenizas de la infancia
    que quiebran en domingo y en mayo
y en bisiesto
y en el frío más solitario

    Y mientras
con la cólera del exilio de las lágrimas
con los ojos rojos de
no
dar
crédito
del despotismo del dolor
con que alguien dispara
al pecho
de un recuerdo
de un solo recuerdo
    limpio
enmarcado en madera pobre y sabia
en el salón de cualquier casa
sabes
que algún día
    todo será
la forma caprichosa que tenga el olvido
en el fondo del mar de los ojos del que mira
    nada

Sopor

Me mostró la palma de su mano;
tras la piel casi transparente vislumbré
las cenizas de todos los ocasos, los astros,
los mares… que vio en su vida;
después
la cirugía
del suicida tallada en su muñeca,
– faltó poco -.
El fulgor de tanta belleza debió ser insoportable.

Levanté la vista con la guía
de su brazo
y contemplé sus ojos;
tras ellos la grandeza del universo
flotando entre lágrimas sin forma,
contenidas…
y con voz de otoño
sólo dijo:
soy la suma de mis heridas;
tan sólo.

… en Babia (Babia la llaman) …

Porque quizás sólo sea eso…

Ya sabes, estás
hablando – ¿te has fijado alguna vez
en el color de las palabras? -: del paso del tiempo,
de los ojos que te miraron, una sola vez en la vida, sin miedo;
fruslerías con las que has construido un discurso:
un edificio que siempre empiezas por el tejado
y, lógicamente, se tambalea… sin embargo
no importa: son almas amigas las que cierran el círculo
(en medio hay unos cubitos derritiéndose; unos vasos
exudando su pasado); y todo
está perdonado de antemano. Luego
otro – al que el hilo de tus palabras ha rozado la mejilla -,
da un respingo y edifica otro castillo en el aire
que también oscila sobre el terreno movedizo
de cualquier
noche de verano…

Nada, nada te ata.

Incluso puedes elegir el silencio, o
sisear una melodía imaginaria que sólo existe en ti
y que se enrosca al origen de tu ser – ¿qué será
eso? -. Te quedas
en Babia (Babia la llaman); en un
bucle de instantes que hacían pompas con chicles
de sabores siderales (aunque jurarías que eran de fresa).

La libertad debe estar enfundada en nuestra piel;
dentro, bien adentro. Es saberse en paz (más
o menos), en discutir, a veces, con otro que vive contigo
bajo tu mismo pellejo,
y un tercero que da fe del enfrentamiento.

Universos, universos…
cuando estoy en paz llenaría de silencio universos
enteros… cuando estoy en guerra
contra mí mismo, de palabras y de gritos y de lágrimas
henchiría el cielo…  quemaría el viento:
mi Babia particular: donde
estoy yo, conmigo, con mi otro yo… a veces, cientos…

Porque quizás
la libertad sólo sea eso…
Una cosa diminuta, casi invisible…
Quizás la libertad no sea tal sólo al practicarla
sino tan sólo el saber que está disponible:
agazapada, afilando las uñas aceradas
con que vaciar las cuencas de los ojos
al que viene a venderte una guerra que no es tuya.

Hay quien tiene bastante con gritarse a sí mismo.

olvidado en el insomnio de tu nombre…

Cuando
te falte la claridad en la antesala de la noche
pero aún estés a tiempo
de descorrer humo neblinas y mares;

cuando
tus lágrimas corran sin tristeza, sólo heridas,
por la piel aletargada de los labios en silencio
y quemada por astros taciturnos y somnolientos;

cuando
quieras coger todos los trenes
y dispersarte y extenderse – despacio –
por los límites de la memoria del asombro;

cuando
el vértigo nazca de las sombras
de copas de ceniza y cristales ciegos
hasta techar el cielo del cielo… de tu boca;

cuando
abras tu cuaderno polvoriento y no recuerdes
el número y la excusa que había en tus ojos…
y sonrías;

entonces
sabrás – sólo entonces –
que has tropezado con mi cuerpo
que tengo la costumbre de ir dejando
moribundo, por el suelo,
olvidado en el insomnio de tu nombre…
sin saberlo.

Intentando aprender a escribir (4)

Por mucho que brillara el arco iris que tus ojos anunciaban, y que los corceles de luz que impresionaban mi retina con esbozos de tu ser en su costado relincharan, por lo bajo, casi rozando el cálido suelo (¿acaso insinuaban el silencio que quedaría en el vacío más absoluto de la mañana?); por mucho que la madrugada se cubriera de música que brotaba de los altavoces viejos y sucios y que, como una cascada, terminaba humedeciendo la superficie de losas irregulares… por mucho que ahora yo diga (y comprendo al pronunciar estas palabras que, a veces, resistirse no cambia nada)… en la tierra se pudren los recuerdos; siempre. Serías eso: un recuerdo que a las horas comenzaría a esfumarse, el resto de un árbol después del incendio; un nombre colgado del vacío que crujía al romperse; un rostro que comenzaba a poblarse con la neblina de la desmemoria; unas palabras (o su eco, no lo tengo claro) que desmenuzaron los minutos siguientes y que no pude recomponer: Una idea, la salvación que me hacía falta – ni más ni menos – en ese instante.

El sol salió y calentó las cañas que escoltan el eterno devenir de las aguas de aquel río anónimo, y el asfalto del que mucho después emanaría el vapor que dibuja en el aire el fantasma que un día seremos. Todos volvimos a nuestra vida cotidiana. Mas a veces, como ese sueño que no recordamos de la noche anterior, pero que a la hora del café, a media mañana, descarga detrás de nuestros ojos, como un hachazo certero, unos datos mínimos; sé que estuve frente a ti. Incluso así, por mucho que quiera evocarte, unos labios moviéndose en una atmósfera confusa es lo único que se dibuja en la pizarra de mi existencia (a la que sigo mirando con ojos de niño), junto a cuatro quimeras tontas que aún me quedan; una suerte de belleza que impresionó (debió ser así) mis sentidos. Y la tristeza de no tener la memoria de un libro que siempre cuenta el mismo relato; nada. O poco más que nada. Una mísera batalla perdida en las fronteras del alba.

Dios estaba al lado. Bailaba. No me llevo bien con Él y me da cosa preguntarle si recuerda tu nombre. Me parece egoísta, ventajista, oportunista… no, eso no se hace.

29 de junio.

¿Te ha pasado alguna vez, camarada,
que después de una siesta de una tarde
infernal de finales de junio,
te despiertas
con el sabor del desierto en tu garganta;
y sin saber por qué
acuden a tu mente cosas tales
como
la libertad – dibujada en una escena
de hombres que resisten una tormenta de horas
sintiendo la rabia:
lo ves en sus bocas entreabiertas -;
la belleza – proporciones… esculturas
que sólo existen en tus ojos -;
el miedo que sentimos ante la muerte…
y entonces
como un sonámbulo embebido  de Historia,
llegas donde siempre
y te ponen un café
que esa tarde
está perfecto;
y caes en la cuenta
de cuántas
veces
nos hemos perdido las cosas pequeñas
por andar pensando en ideas demasiado grandes?

A mí sí,
esta tarde.

Intentando aprender a escribir (3)

Fue a dejarle una nota a su mujer, tenía que salir de improviso y cayó en la cuenta de que era mejor dejarle el recado por escrito, en un papel, en un sitio visible, por si ella llegaba antes de que él volviera. Cogió un folio y un bolígrafo, se dejó caer sobre una sencilla silla que había delante del escritorio, se acomodó, dispuso el folio oblicuamente y fue a coger el bolígrafo. Se fijó en que en la parte izquierda de la uña del dedo índice de la mano derecha le sobresalía un pequeño pellejito (diminuto). Pensó en morderlo levemente para quitarlo de ahí, no le gustaba que sobresaliera. En los últimos tiempos había dejado el café y los atracones de tabaco, se sentía una persona tranquila… tampoco se mordía las uñas… nunca en esos últimos tiempos. Bueno… pensó. Tras mirarse el dedo indicado unos segundos, se lo llevó a la boca, tanteando que la piel saliente cayera justo entre los dos incisivos a la derecha de la línea longitudinal que divide en dos la boca de arriba hacia abajo. Cerró un poco los dientes, apretando el dedo contra ellos y terminó de juntarlos en el sitio que supuso se cortaría sólo la parte saliente de piel, añadiendo un movimiento lateral de mandíbulas exacto que terminaría de rasgar el trocito de piel. Retiró el dedo de la boca, lo alejó lentamente dejándolo al alcance justo (ni muy lejos ni muy cerca) de sus ojos, y evaluó lo que había hecho. Error, había arrancado más de lo necesario… sí, el trozo sobresaliente desapareció, pero el corte había sido impreciso, también se llevó un poco de piel de más, un poco de piel que produjo un hundimiento respecto a la continuidad de su tejido. Hubiera sido mejor rasgarlo con la uña del pulgar, hubiera sido menos agresivo y el resultado más favorable, pensó. Volvió a llevarse el dedo a la boca, dejando esta vez los incisivos más abiertos, y calculando con el tacto de su lengua la diagonal que haría falta para que el paso de la zona de piel intacta a la zona que había quedado en depresión fuera más suave, cuarenta y cinco grados exactos, pensó. Ajustó el dedo y mordió. Otro error, sólo había logrado ampliar la zona de depresión al terminar la operación, y el paso de la zona alta a la baja de su piel seguía siendo (o así lo consideró al mirarlo) demasiado burdo. Volvió al mismo procedimiento, esta vez concentrándose más en su lengua, y cortó de nuevo un poco más de piel. Al rechinar sus dientes para terminar de practicar el corte sintió algo en su lengua, un sabor conocido: sangre. Succionó la zona con su boca, siempre tanteando con la lengua la herida, pero no se cortó la pequeña hemorragia, y luego, dado el infructuoso primer intento, retiro el dedo índice de la boca y apretó la yema de su pulgar contra el mismo. Estuvo así unos segundos, mientras el pensamiento de que hubiera sido mejor estarse quieto atravesaba su mente. Desunió ambos dedos y el leve salir de sangre había cesado; ahora el problema era (no lo había previsto) que la yema de su pulgar derecho y los alrededores de la herida estaban manchados de sangre casi seca. Sacó la lengua húmeda y la pasó por el pulgar, limpiando la zona y sintiendo el sabor de la sangre. Procedió a hacer lo mismo con la herida pero ésta, a causa de la saliva, volvió a sangrar. Entonces apretó la yema del pulgar contra la herida, jurando que cuando cesara la sangre no volvería a humedecer (ni limpiar) con la lengua nada, que la dejaría así hasta que estuviera seguro que no iba a volver a brotar, y entonces sí limpiaría, pulgar y herida (con una precisión milimétrica por lo menos hasta la comisura de la misma), con un pañuelo ligeramente húmedo, o algo por el estilo.
Entonces se abrió la puerta de la casa y su mujer, desde allí, levantando la voz sin llegar a gritar, le dijo que habían acabado antes en el trabajo y que ya estaba en casa. Él arrugó el folio, lo tiró una papelera negra que había a la derecha de la mesa, y le dijo que tenía que salir un momento, que había pensado en dejarle una nota, pero que ya no hacía falta.

…más o menos nada…

He rumiado el cansancio
en silencio
de madrugada
camino a una casa
llena
de fantasmas:
Trazas de seres, que acaso,
alguna vez me quisieron:
que alguna vez yo quise…
Todos miran
al encender yo la luz – a la entrada -,
la tristeza que se dibuja en mi rostro.
¡Voy a soñar, y a olvidaros!
Pero sueño con ellos
y ellas; y tal vez,
al día siguiente – pensando yo en un «ya
ha pasado» – aún oigo sus voces
– demasiado vivas –
dentro de mí, a modo
de una conciencia, que de extraña
he hecho mía.
Más difuso cada día
quedo.
Intento construir un pacto,
una tregua,
con ellos, y
ellas; pero resulta
que incluso
– unas pocas veces, eso sí –
llegan a hablar por mi garganta.
Entonces salgo
de casa, con el sol ya fuera,
y no encuentro mi sombra
en el suelo, o en la pared,
– o donde corresponda -;
y caigo en la cuenta
que sólo soy el fantasma
de lo que queda:
más o menos nada.

Intentando aprender a escribir (2)

Cuál sería la probabilidad de que nuestros caminos hubieran convergido hasta llevarnos aquí, hasta este banco, tú y yo, viejos y cansados: juntos; se preguntaba mientras movía sus ojos dentro de su órbita, levantándolos, primero a derechas y luego a izquierdas, atrayendo una mixtura de memoria e imaginación a ese instante; buscando una respuesta. Lo poco que sabía de matemáticas inundó su cerebro levemente, le resultó familiar que en el denominador había que poner los casos posibles… su mente estuvo a punto de desbordarse, cuántos futuros me esperaban, cuántos cruces de caminos me hubieran llevado a uno u otro, cuántos desprecié sin siquiera mirar adónde podían llevarme, cuántos hice míos arrepintiéndome al segundo. Fue corto el itinerario trazado mentalmente; se deshizo de este pensamiento con un movimiento casi involuntario de su cuerpo buscando una postura más cómoda en el banco de madera desgastado, pintado de azul (muy cerca, en otro banco similar, sentadas a horcajadas había dos chicas de unos quince años: hasta que no me pida perdón de rodillas, nada…) El sol, en su cénit, brillaba y calentaba de un modo extraordinario para las fechas del año que corrían, lo cual no impidió que acomodara la bufanda más estrechamente a su cuello; un cuello pálido, casi verde, en el cada vena se distinguía (anda, no seas tonta, no se lo tengas en cuenta… ah, ¿sabes? el otro día, su amigo, el que siempre va con él… se me quedó mirando las tetas fijamente, sin importarle que yo me hubiera dado cuenta… ya ves, ¿te puedes creer que hasta me gustó que lo hiciera?)
Se escoró hacia un lado dejando la oquedad necesaria para que su mano derecha sacara un paquete de tabaco del bolsillo derecho del abrigo y, lentamente, extrajo un cigarro del mismo, llevándoselo a la boca todavía más pausadamente. Del mismo modo sacó su encendedor y prendió el cigarro. Expulsó el humo de la primera calada y quedó ensimismado viendo como prácticamente quedaba suspendido en el aire. No corría la más mínima brisa. Ni el tiempo. Para él se había estancado, la rutina de sus días, jubilado, sin obligaciones, solo en casa… inexorable pero muy lento, lentísimo … así corría. Cada día los mismos gestos, las mismas situaciones, las mismas conversaciones con vecinos y con los pocos amigos que le quedaban (la muerte había empezado su batida) y que rara vez estaban disponibles para una simple partida al dominó o una conversación medianamente interesante… y un momento todos días, cada día de los últimos años, donde le asaltaba el enigma de qué tendría que haber ocurrido para estar con ella, en ese instante, unas veces en el banco del parque, o sentada a la misma mesa que él, o haciendo la compra… y la cascada de bifurcaciones en el camino de la vida que lo llevaron hasta ahí, a estar sirviéndose la cena, después de volver del parque y haber caído, hacía rato, la tarde, solo en un día un poco más caluroso de la cuenta de su particular invierno.

Intentando aprender a escribir (1)

Ahí estaba él, detrás del cristal: el frío artificial conservaba su cuerpo. Dejé al azar que los familiares, por las horas que llevaban el velatorio o por el cansancio acumulado, se alejaran. Daba por seguro que me iba a guiñar un ojo y a echarse mano al paquete. Azar y segundos… pero no, estaba muerto. Muerto. En mi retina había quedado la impronta de su risa; el recuerdo de su cuerpo haciendo ademanes solemnes; su voz, dispuesta para la Historia… y al final, cuando no podía más, escapársele un bufido entre los labios que no era más que el no poder aguantar la primera carcajada que preludiaba la catarata infinita de las que seguían (¡Los huevos, los huevos me voy a poner serio, esta vida no se la merece!) Y el rostro de la persona que acababa de conocerlo y lo había encasillado en una categoría errónea. Categorías… je, je… para él había un estante aislado (por más que lo intento no logro ponerle al lado a nadie): un compartimento estanco. Con la solidez del granito, así lo recuerdo… y sobre todo eso; su sonrisa. Aquella vez que la amiga de la novia de un amigo (que la mayoría conoceríamos esa noche) llegó tarde a la cena, y él puso el tono todavía más pomposo, y se cargó de datos que nadie podía comprobar y que resultarían ser falsos (y nosotros asintiendo, siguiéndole el juego… qué andará pensando el cabrón), y de movimientos hechos sobre sí mismo en la silla: cómo se echaba hacia delante, y luego se repantigaba, y así, unas pocas veces que parecían demasiadas (porque nosotros sí esperábamos el desenlace). Y la pobre que se le quedó observando (él no paró de hablar, aunque sí la miró de reojo), desde muy cerca – el único asiento libre estaba a su lado -; supongo que la imagen de él entraba por sus ojos y por el nervio óptico atravesaba su cerebro y, una vez allí, pensaría sin tampoco detenerse mucho, a ver a qué clase de personas lo adscribía (a mí me pasa)… y entonces ¡zas!, le echó la mano al culo sin más, un poco amistosa e impersonalmente, la verdad… (ella quedó sin defensa posible, paralizada en cuerpo y alma), y le dijo, ¿a que te has quedado de piedra? Pues yo también. La próxima vez llega a tu hora, bonita, que somos tiempo y a mí el mío no me sobra. Y la cara de circunstancia de la pobre muchacha… igual que ahora la suya detrás del cristal, y es que me parece mentira verlo ahí tumbado, apagado para siempre, muerto. Muerto.

No sé cómo llamarte…

A A.J.G.G.

¿Sabes madre?
Todas las estrellas de la noche se me han clavado en el pecho.
¡Todas!
He sentido al despertar el dolor de todos los hombres
pero también la luz que lo contradice.
Todo estaba lleno de ojos; pupilas que apenas
se vislumbraban por entre los ciempiés de sus pestañas.
Y todos cantaban – diría que felices -, por lo bajo,
en la antesala del alba.
¿Sabes?, en el reino de los sueños
casi siempre se olvidan los rencores;
me dicen, casi todos, que alguna vez han sentido
la humedad de un beso.
Ahí, donde te digo,
no hay números; sólo luz:
una luz como buriles y gubias y cinceles
que talla el día siguiente; uniendo
pretérito y futuro – ¿sabes? no somos tan libres como quisiéramos,
aunque a veces las lágrimas brotan de ella: de la libertad, que te juro
que la he sentido sólo una vez en la vida, y salía de la boca del estómago -;
aunque casi todos nos quitamos ese sayo
sacudiéndolo nerviosamente al despertar
con la esperanza de que no vean nuestros sueños
colgados de los ojos
al salir a la calle
y cruzarnos con El Otro.
Ya ves, madre, en vez de decir, mi semejante: OtroQueTambiénSueña,
lo miramos, cuando ya ha pasado, por encima
del hombro
con una especie de vergüenza y el deseo de que no nos descubra.
Como si fuera una debilidad tener sueños… y utopías…
Como si no pudiéramos tragarnos todas las heladas estrellas de la noche
y escupirlas en forma de cálidas palabras cuando proceda.
Yo voy a comer más estrellas
y más utopías
y más estrellas
y más utopías
que la realidad ha estado a punto de petrificarme en el paisaje
– pudiendo haber quedado ciego, sordo, mudo -,
y la boca de mi estómago morirse
de pena.

A veces (sólo a veces)

Abro los ojos y sólo alcanzo a ver la puntera del zapato, el borde de la mesa donde estoy sentado, o cómo corren los adoquines por la acera. Cabizbajo. No tengo un porqué, pero la barbilla se siente atraída por el esternón, todo pasa, todo pesa. Entonces surge en mi cabeza una canción cualquiera: parece voluble y está a punto de dispersarse en mi mente antes de que reúna la consistencia necesaria para ser tarareada. Me concento y se hace carne. Chasqueo los dedos rítmicamente (procuro hacerlo con las dos manos al unísono, pero la derecha siempre se adelanta… bueno), contoneo el cuerpo, también al ritmo, con el único límite de la vergüenza justa si estoy en público, y muevo la cabeza de un lado para otro; con idéntico límite. Se me pone la sonrisa (leve) de gilipollas, de ido… pero empiezo a ver que algo cambia (surge el recuerdo de la consulta del psicólogo hace años, sí R. el pájaro no canta porque esté alegre, posiblemente esté alegre porque canta, no es mío, lo leí en un libro, todo está en los libros. Me lo apunto por si me hace falta para un próximo cliente. Hijoputa, ¿y me vas a cobrar la consulta?). Música, música por todas partes. Me gustaría en ese instante anterior al Instante oír de golpe todas las canciones que me han encandilado en la vida (a veces he ido pasando nerviosamente una tras otra con el mando a distancia del equipo de música hasta que he comprendido que era imposible oírlas todas al mismo tiempo). Entonces, la percepción me falla. Es sólo un momento, pero lo vivo como un segundo helado en mi pecho, detrás del esternón, un poco escorado a la izquierda (¿será en el corazón mismo?), que me da la impresión de ser eterno. En esa eternidad asciendo al cielo, siempre bailando al compás de la música con el único paso que me sale; y me siento ALaDerechaDelPadre. Lo miro, primero de reojo, y después directamente a los ojos, con la cara de un niño que hace algo malo (pero que sabe que no es nada malo), y le digo, anda, déjame un ratico ahí a mí, y me dice, coño Guillermo, si es que con esto del relativismo, la posmodernidad, toda esa hostia, ya no pinto ni la mitad de lo que pintaba. Anda, déjame un ratico. Y nunca sé si me ha dejado, porque el segundo se deshiela y vuelvo AlTiempoDeLosMortales. Y entonces sé que soy feliz (a veces), ya no porque sea feliz, sino porque yo solico conmigo solico, he levantado, sin más, la cabeza. Y el horizonte de la muerte ha tornado en vida. Y con eso me basta. Gracias mundo, con tus defectos y con los míos, gracias mundo.

Desierto.

Desierto
desierto salado como hálito de los muertos.
Con la esperanza tantas veces hundida – incluso
así – los hombres
alargan sus cuellos para estar más cerca de dios;
sus letanías se deshacen al contacto con el aire,
aúllan, escupen: veo
sus ojos rojos por la furia;
veo la ira en las venas que sobresalen en la piel
de sus miembros;
veo
las ansias de seguir viviendo
como sea
en sus inspiraciones – ahogando el ahogo del momento; del futuro: del tormento -.
Calor,
fervor de cuerpos
rebosando sus cuerpos;
llagas en la boca de invocar la humanidad
que perdieron
al ser náufragos en su memoria
invisible.
Buscando orígenes y sentidos
Buscando el auspicio en los ojos del semejante imperecedero…

…y dios en sus quehaceres vanos y terribles; inservibles…
…y el desierto
salado como hálito de los muertos.

He dado vueltas en círculo…

He dado vueltas en círculo;
intentando salir de él
ha colisionado mi rostro hasta extenuarse;
ha sido un largo camino:
había tiempo en los arcenes,
lágrimas debajo de la tierra,
rostros que me resultaban familiares,
infamias, infames;
luces y sombras que escoltaban el paso y el paisaje
– muchas veces desolado: triste -.

Todo para llegar al mismo sitio…

Se me ha llenado la vida
    de universos, éstos
        de futuros, éstos
            de posibles…

    y todo…

todo para llegar al mismo sitio…

Perdóneme la línea que trazaba la circunferencia que sufrió mis pasos
las verdades y mentiras que aparté con la puntera de mi zapato
los desprecios que hice a la memoria; un pasado
que se proyectaba hacia el futuro -por inercia-; y una suerte
de presente
que comenzaba y terminaba en señales –indescifrables -:
en gritos (contra mí mismo)

Todo para llegar al mismo sitio…
Todo para llegar al mismo sitio…

Llanto

– Qué, ¿cuánto hace que has llegado?

– Nada, déjalo, hace cinco minutos.

– Supongo que las manías de cada uno son las que son, y la tuya es llegar antes de la hora acordada.

– Prefiero esperar a hacer esperar. Además, no sabía dónde iba a aparcar y he tomado tiempo de sobra. Por cierto, muy bonito tu nuevo barrio, en las afueras sin estar demasiado lejos del centro, o por lo menos de los colegios, los comercios, supermercados… tranquilo. Me gusta.

>> Oye, una cosa; al minuto de llegar ese hombre del final de la barra ha entrado, no ha dicho palabra alguna, se ha sentado… parece extraño. Tiene la cara desencajada, parece un alma en pena.

– El pobre… qué lástima. Me contaron su historia. ¿Sabes? Fue uno de los primeros vecinos de este barrio, cuando aún no había adosados ni nada de nada. Su casa está un poco más lejos; al terminar la última calle todavía hay que continuar unas decenas de metros por un camino de tierra. Se tuvo que mudar hace ya años.

>> Hace diecisiete años tuvo un hijo. Nació y se puso a llorar. Todo normal ¿no? Pues no. Nunca dejó de llorar. Días después de su alumbramiento le hicieron pruebas y más pruebas; nada, no sacaron nada. Era normal, todos sus órganos normales… pero no paraba de llorar. Sólo cuando dormía. Y cada vez que despertaba lloraba de nuevo.

>> Ese hombre lo ha pasado realmente mal. Y su mujer también. Viene un par de veces a la semana, le ponen un gin tonic y lo deja ahí, sobre la barra. Al final los hielos se derriten y se va, sin probar un solo trago.

>> Según me contaron al llegar al barrio, su hijo no sabe hablar, ni andar… nada. Pasa el día de la cama a un sillón especial (tienen que atarlo para que no se caiga hacia delante), y vuelta a la cama. Ya son diecisiete años llorando. Piénsalo, siempre llorando. Nunca mostró atención por nada, lógicamente; jamás pronunció “mamá” o “papá”. Se alimenta con una sonda, tienen que cambiarle los pañales y bañarlo como si fuera un crío pequeño. Siempre acaba durmiéndose, como si ya no pudiera llorar más, pero al despertar, lo mismo… un día, otro día…

>> Ha estado hospitalizado varias veces a punto de morir. La madre tuvo que dejar su trabajo; el padre, por suerte, trabaja en la empresa de un amigo, de un buen amigo según me dijeron; así que puede faltar cuando no puede más, y no le tienen muy en cuenta su rendimiento.

>> Cuentan que un día, el perro que tenían cuando el niño era aún muy pequeño, fue a ladrar, o sea, que hizo todos los ademanes y movimientos que hacen los perros en tales casos, pero que no salió ladrido alguno de su cuerpo. Otro día la radio no funcionaba, y la televisión tampoco. Sin embargo el padre acercó el oído al altavoz y oyó una especie de murmullo. Probó con unos auriculares y sí se oía. Era como si todos los sonidos de su casa hubieran cesado, como si se hubieran replegado sobre ellos mismos, como si hubieran cedido su espacio al llanto. Por aquel entonces él y su mujer hacía tiempo que no se hablaban. Una vida así agrieta el alma de cualquiera, pienso yo.

El hombre del final de la barra terminó de verter el refresco en el tubo de cristal hasta que el líquido alcanzó prácticamente el borde. Entonces empujó con la punta del dedo índice de la mano izquierda los cubitos hasta el fondo. Después pasó la yema de su dedo índice derecho alrededor del borde del cristal dibujando círculos, sintiendo cómo las burbujas que salpicaban explotaban en el aire, humedeciendo la piel de dicho dedo.

– Otra cosa; hace tiempo vivía aquí un viejecito, decía, siendo aún muy pequeño el niño, que lo había puesto Dios en el mundo para que nos recordara las injusticias; o que, quizás, fuera para que supiéramos que el mundo había muerto. Así – decía -, un día cesarán todos los sonidos y sólo quedará el llanto de los inocentes, del que éste es sólo una avanzadilla… Quizás el viejo fuera un pobre loco… no lo sé.

Nocturno.

En las altas fronteras del ocaso,
en la arista de la vigilia del mundo,
donde la caprichosa luz del día
se desangra
y las bestias gimen su desgracia
– o su alegría –;
está el tiempo aferrándose
a la crestería de la silueta de tu cuerpo
plácidamente desnudo.

Recuerdo
el noctambulismo de luna,
la presteza
de la oscuridad más clara,
los ojos que miran la tierra
– quizás un cielo lleno de pupilas -;
el oráculo del corazón
divagando en sí o en no
sobre los hombros de los hombres;
y la cercanía: la fraternidad
más bien
de los labios
hablando del pasado más real
y el futuro más posible…
todo franqueza: la misma
con que la muerte trata a sus hijos.

Párvulos.

– Todo debe ser intercambiable; nada imprescindible. Mi madre ha mandado a paseo a mi padre, creo que está viviendo ahora entre la casa del campo y la de su hermana. Me lo imagino triste, recapacitando por qué se ha ido todo a la mierda. ¿Sabes Miguelito? Mamá lo ha sustituido por un tío con pelo largo, un poco más joven que ella. Se pasa la mitad del día bebiendo latas de cerveza y la otra mitad en el balcón fumando. Mi madre le ha dicho que no quiere la casa llena de humo, que a ella no le molesta especialmente, pero que quiere proteger mis pulmoncitos. Ya ves el tío cabrón, cuando lleva unas cuantas cervezas se dirige a mí, metiéndose la mano por el pantalón, no sé si será para arrascarse o para recolocarse el paquete; y luego me toca la frente. Casi emocionado, como si quisiera reprimir las lágrimas, me dice, te voy a querer como si fueras hijo mío. Ya ves, todo intercambiable.
– Joder Fernandito, debes pasarlo mal. Ya sabes, los caminos del alcohol son inescrutables. Luisita me contó algo parecido; su padre no paraba de bromear con que un día se iba a ir con una más joven y de la noche a la mañana hizo tabla rasa con su vida. Ahora ni se molesta en saber de ella…
– En otro orden de cosas, como dicen los puestos en oratoria, está buena la seño, ¿no?
– Y que lo digas, no me puedo quitar sus tetas de la cabeza. Cuando viene y se agacha, o cuando me apretuja contra ellas… Joder.
– ¿Por qué será esto así? ¿Por qué nos daremos cuenta de todo como adultos y de golpe, en unos meses volvemos a ser niños sin puñetera idea de la vida? Mira mi hermano que como sabes es sólo un año mayor que yo… Aún recuerdo nuestra última noche de compartir esta clase de conciencia: Nos reímos de mi tío Juan a más no poder con lo de comprar acciones de la CAM, de cómo le decía a mi padre que se animara, que eso no era nada arriesgado. A la mañana siguiente, mi hermano se despertó y era un chiquillo inocente sin memoria de su primera etapa. Cómo me jodió aquello. Yo, que no sabía que le había llegado la hora – recuerdo que era sábado -; al despertarnos le dije, con un grado de ironía supina, sin que mi madre nos oyera, nada, que hubiera invertido en Nueva Rumasa… y se quedó alelado, como si no hablara mi idioma.
– Ya te digo, yo a veces pienso que es el desencanto que acumulamos en tan poco tiempo lo que hace que nuestra mente se ponga a cero.
– La siguiente redención debe ser la muerte, ¿no?
– Supongo, pero para eso aún queda mucho… Mira a la seño… y disfruta.

Esta luz

Esta luz que me atormenta
y quema;
esta luz ciega…
Bajo sus sombras alzaré los brazos,
pediré – clamor de nervios en alto –
el bálsamo de tus labios a la tarde
herida de muerte
– herida de lluvia, herida de flores,
herida de mayo, de sol… de pesares –.
Llegaré hasta tu rostro arrancando girones
al aire.
Llegaré hasta el cáliz de tu boca
mientras el ocaso traga horizontes
mientras las nubes se alejan
– lentas, informes -;
    mientras renace la noche…
        con sus garras de amante;
            con sus exiguos luceros
                y nobles razones.

Sienes…

Me llevas
– el sol ilumina el camino –
por los senderos inhóspitos de la memoria.
Me fundo con las grietas de la tierra
cuando mi semblante se desvanece
al verte
al oírte
al olerte.

Hay algo sagrado debajo
de la corteza árida del orbe:
una suerte de humedad cautiva,
una bifurcación, en donde
lo que soy
y lo que puede ser
convergen
en un punto imaginario, tembloroso,
que recojo con mis manos huecas: mudas
de gritarme.

Como un solsticio que se posa en mi pecho
inaugurando el nuevo día; no hay
pasado que pese, ni
horas que pasen
sin sentido.
Todo tiene su mensaje;
la palabra, a su sustancia adherida,
es música,
un todo etéreo, zigzagueante,
ante la mirada
atónita al pensarte; hay más:
hay sombras festivas
labios en sangre
pies desnudos andando
hacia la tarde…

Calzadas, caminos,
veredas, senderos,
por las que caminan lo que pudieron ser
y no fueron
mi amor, mis amigos,
todo lo que conozco;
y una danza de manos huecas recogiendo su otra vida:
la que no vivieron…

Y unas lucecitas, como luciérnagas,
como mariposas en llamas,
que tornan y retornan
– con el inocente vuelo del sosiego de las mieles –,
al silencio, al comienzo,
al pensamiento primero…
al cósmico latir de la sangre en las sienes.

La ciudad duerme…

I

Es de noche, están
las estrellas que robaron la luz del día
en la soledad más púrpura.
Hay mandíbulas desencajadas lacerando el aire
con sucedáneos de palabras.

Hay termitas royendo, pensativas, mi cama.
El cielo adiestra las sombras
que lanzará desde sus minas, desde
las atalayas
de cometas pasajeros, desde
manantiales de ceniza,
hasta cubrir de cinc a sus criaturas.

Las iglesias, vacías;
sus cirios, apagados;
y deambulan lo que queda de los muertos
por los camposantos:
lentos, sucios, ateridos,
con llagas en las manos; y
una hendidura en los labios
donde la guadaña tejió el silencio.

Es el miedo a la noche
es el miedo a la muerte…
es el miedo.

II

Me despertó la madrugada
con un fuego de magnesio herido
con una voz colgada del cielo
con una serpiente enroscada en el tiempo.

La madrugada, llega de árboles,
y un viento gris lastimando
sus ramas:
una impronta de sueño en la roca
la humedad en los dedos de la nada.

Me despertó la madrugada
con su zarpa de acero callado
desgajando cuerpos y segundos.
Almas quietas, pesadas, cobrizas,
como el polvo – promesa de olvido –
sobre el cadáver del mundo.

Las estrellas se apagaron
al rugir la madrugada:
la monstruosa noche con granito ahogado,
el grito ahogado ahogando la claridad
que aún quedaba;
y la música – de cuerdas con llagas,
de viento magullado – que se perdía
por entre los muertos;
y el ladrido de un perro
– la angustia de sus colmillos amarillos -,
brotaba, a lo lejos, presa
de noche, de ingrávida noche;
de muerte, de telúrica muerte;
de niños con los ojos vacíos:
de miedo.

Camarada…

Yo he de volver a las trincheras,
a esos surcos en la tierra hechos del orgullo
humano,
a rescatarte del olvido;
porque de nombrarte mis uñas están ensangrentadas
y el sol, con sus ráfagas de frío,
ha secado el sudor de mi paciencia.
Intento situarte donde te mereces,
no puedo saber si tu entierro
estuvo a tu altura…
(alguien me dijo… bueno, alguien me dijo…)

Dicen que el mundo
se ha vuelto gris; yo
no me canso, de poner mi voz
al servicio de la ironía; de quitarle
hierro al asunto y al mundo
para que nada me haga daño.
Y sin embrago, si no gris,
al menos algo deslucido, veo
cada amanecer de camino al trabajo.

Y me armo de oficio y de sonrisas;
mas, a veces, lloro por dentro.

Algún día me acompañarás en la jornada
en vez de quedarte en el espejo
como cada mañana; camarada.

Las bocinas de los coches…

Las bocinas de los coches
quebraron el silencio muy de mañana:
la luz de las farolas, a punto
de extinguirse, se entremezclaba
con la claridad del recién estrenado día.

A aquello lo llamaban escapada,
a ir reloj en mano
visitando la ciudad, sus plazas,
sus barrios,
como si fuera un trabajo – arduo –
ser simplemente turista.
Como si fuera una falta
– imperdonable –
no ver en un fin de semana
todos los rincones y sus misterios.

Al coger el coche para la vuelta
– sin haberlo visto todo, claro,
pero con el cuerpo del otro
en la memoria de los labios del uno -,
casi anochecía.

Las farolas, encendiéndose;
su luz se entremezclaba
con los últimos vestigios
de los rayos de sol renuentes
a poner fin a su existencia,
pero que como un niño obediente
caminaban – cabizbajas – a su cuarto.
Esas farolas – las recuerdo un poco sucias,
con manchas de la última lluvia –,
velarían la noche
en que algunos hacen memoria con los labios.

Titulares.

Recuerdo el indeciso verano
que llenaban de pasos errantes
las sombras de los árboles
a ambos lados de la calle.
La fotografía que vigilaba
expectante
la sobremesa de café,
y el humo llenando la estancia.
Las promesas del nuevo día
que el periódico, muy de mañana,
hería de muerte.
Y es que
nada pasa hasta que alguien
lee la noticia.
Debe ser que la desdicha
no es tal
sin unos ojos con los que ensañarse.
Cayó el otoño:
las aceras, bajo un manto de hojas;
las mañanas se vistieron de chaquetas finas
azules, rojas, verdes;
y del quiosco, como el agua
que rebosa del vaso,
seguían brotando titulares
con letras negras del color de la muerte.

vaivén de silencios…

Sigo quieta en la plaza
la noche se apaga
el vaivén de silencios apenas
mueve la silueta de los árboles
ni un leve crujir de sus ramas cansadas
ni la savia corriendo por su cuerpo.

Mantengo el rumbo hacia la nada:
quieta.
La mirada clavada en el centro de la noche:
quieta.

En la noche de alguien
se estará desplomando algún sueño;
será un estrépito mudo cuando choque con el suelo.
Quebrará en fragmentos grises de polvo callado
en músicas ahogadas en la faz de la luna
en visiones que se persiguen
hasta dar con mi rostro.

Siempre así, siempre quieta,
recogiendo los sueños que gotean por las ventanas
entreabiertas
de la gente.

Al día siguiente
pasáis por mi lado con prisa de camino al trabajo
y algo os empuja a mirarme a los ojos.
Cuánto tiempo llevará aquí esta estatua, pensáis.
Y yo quieta
implorándole al cielo
que un día la sangre acuda a mi boca
para poder deciros
que los anhelos que perdisteis por el paso de los días iguales
están a buen recaudo.

El despertador suena

Los hombres duermen,
las estrellas azules
velan sus sueños. El dolor
acumulado del día
se desdibuja o desvanece
al borde de almohadas blancas
o en mesitas de noche
junto a un vaso de agua mediado.

Ellos, con sus pijamas verdes
de siempre – casi infantiles –,
buscan maquinalmente un postura
más cómoda
cuando algún miembro de su cuerpo
empieza a entumecerse.

A las siete
el despertador suena
y el dolor acude al centro de sus pechos.

La voz quebrada.

Me rodean los brazos de esta tarde
con suaves guantes de lana dorada
oigo los orfeones de los rayos de sol
con sus reminiscencias de luna: ceniza
y grana.

Este día
esta luz
esta atalaya
de mis horas;
vuelvo la vista:
de granito veo mi cuerpo.
Miro hacia delante:
roja lava.

Miro a mi diestra con ojos siniestros,
                con ojos amarillos; hay otros, la tarde
                se espesa. Somos cientos flotando en el aire.

Hoy callo: rumio el silencio bajando
la vista – ¿Quién sabe? -.
¿Estaré naciendo de nuevo, madre?

Me sirvo
de estos versos
para descubrir el mundo:
misterioso, palpitante…

Nazco de nuevo; nazco, a cada paso nazco…
– Creo en las palabras, en el parir
de los ecos: preludio de voces -.

También está cansado mi verso
y sin embargo
renace.

¿Se convertirá mi voz quebrada
en timbales: un grito
desde el centro del páramo
hacia afuera: minando la tarde ?

¿En timbales…?
¿En timbales…?

¡En timbales!

La humedad, certera. Las palabras
                se ahogan: como un ojo cerrado,
                   como un labio cerrado: un beso machito.
                              Somos cientos galopando en la espuma.

¡Hacia Ti tiendo;
te busco; atropello
los pasos; alcanzo
mi sombra; muerdo
el aire!
A cada golpe de ira
a cada paso: ¿callo o grito?
¿Silencio o timbales?
Hablo conmigo con los tímpanos rotos
de miedo; con los ojos ya huecos
de lágrimas; con mis manos gastadas
de vértigo. Y callas – o callo,
quién sabe -.

Me miran los que pasan,
por el paseo que hay junto al río,
buscándote.

Y callas – o callo,
quién sabe -.

Somos cientos casi hundidos
                en el agua, ya no sabemos,
                a ciencia cierta, si algo nos arrastra;
                los cabellos se enredan uniendo
                una figura a otra figura, un cadáver
                a otro cadáver. El hedor
                debe ser insoportable. El mar espera
                – o el olvido, quién sabe -:
                Cuando llegue será tarde.
                Cuando lleguemos será tarde.
                Cuando hables

                      será tarde.

Es la hora más antigua…

Es la hora más antigua:
la noche esculpida en lápidas indiferentes,
variaciones de hechos en el éter confuso,
danza de sonidos, de fechas y de olores
familiarmente dispuestos

como siempre
    como siempre.

(¿Qué asombro arrancarle a la nada?)

¿Quién
quién acusa a su propia desgana?
¿Quién
quién busca en sus adentros el responsable?

¿De qué herida
    que creímos cosida
    – cerrada –
se escapa un haz de sombra funesto
    -por suerte leve –
anegando la madrugada?

¿Qué manos – cómplices –
acuden a cerrarla?

Las de siempre
    las de siempre.