Un día como otro cualquiera…

Antología de instantes
de pasiones
pasadas,
cárceles ocres,
llanuras vastas. En las olas,
te vi arropada en las olas
de la marea de asfalto lejana.

Escondida al alba, sumida en el alba,
custodiada por ébanos, por ríos
negros, de materia arrancada de la tierra,
heñida
por los hombres, dispuesta
a ras de suelo,
ocultando el árido mundo
de las cenizas de los muertos;
pavimento envolviendo el orbe:
negro regalo perverso para los días
negros – lágrimas oscuras
de cientos de pupilas sin dueño:
anónimo tormento -.

Grisácea mañana en te pienso
en cárcel de metal y de pestañas,
oculta la mirada, prisionera
de un instante en fuga que no llega;
bosques de noche: troncos,
vaivén de troncos que se mecen en el viento:
hojarasca, humedad, suelo empapado,
vida oculta en la inmensidad
del cálido julio; rocas negras,
tierra, légamo, nombres impregnando
la materia de los sueños, confusos,
dispuestos en la noche del lamento.

De otra parte
claridad
de luna meridiana,
soledad, madrugada,
sueño… en un rincón del sueño
estabas, pese a todo, cálida,
resplandeciente,
callada.

Y del silencio
surgió otro anhelo:
luz, luz de mares en reposo:
una barca, blanca y pequeña;
una ola tibia, etérea;
un despertar, como tantos…
la ola que llega a la orilla
y rompe,
sutilmente,
la quietud de las horas, de los días,
para echar a rodar por mesetas
de contradicciones y acertijos ácidos;
y estallar – como la espuma -,
tachando otro día del calendario.

Una ausencia, un vacío…
¿En qué jarrón se vertió el tiempo,
a qué flor, ahora marchita,
humedeció su tallo en sus últimas horas,
qué pétalos, moribundos hoy día,
rodaron
por las agujas del reloj del iris
de los ojos,
de qué rostro?

Tachando otro día del calendario.
¡Qué sed más cálida!
¿Qué sueño me trasporta
a los manantiales del alba?

¿Qué condensación de rocío
formó la gota acuosa
que cayó en los ojos, aún abiertos,
de cadáver que seré?
¿Qué cielo, qué dios contemplarán,
en ese instante, si hay alguno?

¡Qué mar tan cálido
qué infierno tan gélido!

¿Cuántos años hace,
cuántos años restan?

Tachando otro día del calendario.

Un día como otro cualquiera.

El claroscuro del hombre…

El claroscuro del hombre
su alma, un grito
callado.
Ya no sé quién eres
marinero de tierras plagadas de azufres incandescentes,
de brasas
humeantes.

Llegas a casa
tu puerta está cerrada
te preguntas
lo de siempre
y no obtienes respuesta.
La soledad tiene un precio.

Claroscuro hilvanando tus miembros,
monstruo diáfano y diario:
cotidiano.

Soledad, por qué te pusieron nombre
si mire donde mire
– dime, qué buscar –
todo lo impregnas.

Te veo, lo veo todo
con los ojos grises de la mirada cansada.

Cena de verano.

Cenando, en verano,
afuera de cuatro paredes de una casa que fue vieja
en un lugar donde se dice
que no hubo nada;
al refugio – si puede decirse –
del bochorno del recién estrenado julio
descubrí
la forma pura de las palabras.

Hasta en el silencio, aun en la noche ciega
de la eternidad de unas horas,
vi cómo se sucedían con el ritmo
de los labios de los muertos;
caí en que los huesos
– ceniza petrificada –
son silencio, y no por ello,
en los instantes callados – cuando
sólo quedan las miradas -,
dejan de ser ritmo
de pasos que se atropellan
caminos que callan
rocas que gritan
crestería de una sierra conocida,
que al atardecer, en llamas estalla.

Las palabras de los que vivían ausentes
llegaban por otros medios
al corazón del corro unánime que formábamos:
como una punzada,
un dardo lanzado desde más allá del tiempo
– ¿sabes? -,
para incendiarnos.

Y hablamos, como siempre,
hablamos…
hasta que alguien dijo
no nos queda tabaco.

Y marchamos.

El coro de los ecos
– ahora sin propietarios -,
siguió hablando y hablando.

Aún oigo las palabras perdidas
– ya sin destinatario -,
y las miradas dirigidas
a alguien que ya no está
enfrente, sentado.