deshojar el tiempo en cenizas y esperanza

Yo quisiera comprender esa poesía:
los meandros del río que dibujas cuando andas.
Los pasos que constituirán tu vida
no obedecerán a una biografía, ni un destino; por mucho
que lo prometan los silencios y las sombras.
Como el ancho desierto que atravieso cada día
a ciegas:
clavo
mis ojos en un pensamiento firme:
¿Qué constituye los cimientos
de la vida?
… siempre está la culpa
que me canta al oído mi desdicha
gris, intrascendente: como el mudo grito ahogado
de los muertos y los nudos vegetales de sus huesos:
osamentas que desfilan en vano por los aledaños del olvido…
y un río que me quema:
estela
de tus aguas:
y mi naufragio.
Todo se funde en el ocaso
(me he perdido cien veces huyendo de la noche hacia la aurora…)
Después
nada,
siquiera
el vibrar de mi garganta (contengo
el aliento con angustia)
Nada, nada, nada, nada:
los cuatro puntos cardinales de este cuerpo.
Baja, te espero,
donde dios sueña el sueño de los hombres
donde los espejos no reflejan imagen alguna
donde el amor escapó por vez primera
de las sombras
y vio la luz:
y la luz penetró las aguas:
claridades efímeras; sólo eso… sólo eso…
el resto
palabras.
Entro
entro en ti
como la luz en la noche destruyendo lo sabido:
certeza de la carne y su nado a contramuerte:
deshojar el tiempo en cenizas y esperanza.

hacia el pan de mediodía…

Volaré
hacia el pan del mediodía
y en las comisuras de los labios
un sabor a ti…
La destreza de las horas bajando
el sol hacia el horizonte, haciendo
las sombras más alargadas sobre las aceras de la calle:
la tarde se llenará de zancadas alargadas y pasos hacia la nada
que conducen a una casa
vacía.
Volarán
las sombras hacia la noche para hacerla más oscura
confundiendo los caminos de las criaturas de Dios
para que el pan de cada día sólo sea
la tortura repetida de un recuerdo sin objeto:
un bosquejo borroso en la nebulosa de mi frente.
Echo de menos
un camino de vuelta a la alegría
la sonrisa reflejada en una botella de vino
los duendes de la locura revoloteando
por mi lengua
al hacerte promesas que nunca cumpliré.

Muebles

A lo lejos
quedan a lo lejos habitaciones
vacías puertas cerradas palabras – ecos –
golpeando una y otra vez portalámparas jarrones
cisnes de cristal jarrones con forma
de cisnes
preguntas que quedaron en el aire. Muebles negros
bajo una fina capa de polvo o de tiempo
que mira por las ventanas
la maleza que crece y queda en suspenso.
Y duermo y despierto y duermo y despierto
y en el sueño del día y de la noche
un silencio estridente arde y amenaza
la calle
    con entrar por los cristales
el trino de los pájaros
    con insultarme
el espejo
    con escupirme.
Vuelvo sobre mis pasos por entre los muebles
del otoñó (quizás de otra casa pero
el mismo polvo)
con el miedo de tropezar con algún muerto
o alguna tumba cavada en el suelo;
y a tientas, entre olor a vinagre,
salgo a la calle: septiembre y carcoma y octubre con sábados inmóviles (años iguales
por venir entre la niebla de los años).
La ceremonia del viento enroscado
en la tarde
me trastoca:
Pienso en los juegos de palabras y la magia
que subía por la senda de tu cuello hasta tu boca.
Pienso que basta con cerrar los ojos para estar solo.
Vuelvo adentro de cualquier casa – de la misma
casa -, y
como siempre, ebrio de tiempo que me sobra,
mis dedos dibujan formas irreconocibles en el polvo de los muebles:
mesas y sillas pensando sillas y mesas; y una alfombra:
huellas de juegos infantiles: añoranza.
Pienso en la calidez de la carne, en el aliento alcohólico de los cobardes rompiendo
los muebles al llegar a casa, en las lágrimas que llenan la noche
y el alba (podríamos escribir en círculo
hasta comprender el odio atropellando los pasos
del odio).
Habría ido a buscarte
más allá de la música
más allá de la forma
más allá de la memoria: entre los coches mal aparcados y la ceniza
de las hojas de los árboles de ceniza
y de la lluvia que limpia
la tarde y el olvido
    y de la luz que todo lo ciega…
        cualquier amor sin nombre
            cualquier habitación vacía.
Podría haber perseguido mi sombra
por las paredes de las casas por los adoquines
de la calle. Podría haber perseguido mi sombra
entre gemidos de los rostros que dicen que tuve;
y mi verso en la piel traslúcida de los muertos
o en las tapias de los huertos que rodeaban mi pueblo…
El corazón sigue latiendo y es todo lo que tengo.
Todo lo demás es la soledad asomándose a una ventana entreabierta.
Así es la vida: las huellas que deja el tiempo
en la carne, las huellas
que deja el amor en los labios
de nadie.

Hambre de ti en noviembre idealizado

Noviembre se marcha
con piedras desnudas y cristales
empañados;
con la savia petrificada
y las hojas amarillas de desidia;
con lápidas
cubiertas de un rocío
que bien pudiera ser
hijastro de la escarcha;
con escuetas sonrisas
acomodadas en bufandas:
desdén en las miradas
de los ojos llorosos y desnudos
en los tan abrigados rostros;
pasos presurosos que parece
que niegan un saludo
al despuntar la mañana.
La herrumbre de siempre
húmeda como nunca.
El derrumbe de las tardes
desplomándose en la noche
sin que nadie
tome nota.

Noviembre sin ti sin mí sin nadie
noviembre en la mesa, junto
al pan de la derrota…

Sin ti si mí sin nadie…

Y se cava un pozo en mi estómago
que alimenta la tristeza…
y que confundo con el hambre.

Ahí, donde te digo…

El desenfreno etílico de las sombras
los ademanes amables de la mentira
la crueldad del tatuaje pérfido que pasa
a la sangre, y se bifurca
por la carne.
El Apocalipsis de las ojeras
los dedos de las manos chasqueando
la locura.
El trigo de las pesadillas
las estelas de estaño con que hieren el cielo
los cóndores de aluminio tan grisáceos…
Vendavales en sobres amarillos pálidos
y remite en los vericuetos del olvido
junto a un sobrero azul de fieltro…
El brotar del sudor de la tinta,
antes, sólo sueño, sobre el calendario.

La materia derruida, la luz
entrecortada, la crisálida del otoño
hacia el cáliz estéril del invierno…

La primavera que explota en las conciencias:

el mundo que descansa sobre un tallo;
entonces libaría los aromas inconfesables
y me enredaría en los sonidos de la muerte
buscando a dios
en tus labios.

Ahí, donde te digo,
se contradicen las distancias
y todos los tiempos son el mismo:
un escenario sin máscaras
sólo calor de cuerpos desnudos:
la canícula eterna y primera
de las palabras…

Devenir

Los pensamientos se engastarán en la noche,
la soledad y sus máscaras
multiplicarán los cuerpos.
Entre las ramas entrelazadas de los árboles
caerá, como una ola furiosa sobre sí misma,
la luna hecha añicos
– como el cristal que pasaremos media vida reconstruyendo:
en la primera mitad, lo rompimos -.

La amarra, el camino, el espejo:
el rostro que envejece al reflejarse.
La piedra, el retrato, el viento:
el velero al que mece el oleaje.
La pintura, el muelle, la calle:
el devenir del asfalto infame.

Luego, después de ahora – en verdad:
nunca, siempre… quién sabe -,
en la transparencia que guía los pasos de los ciegos
estarás tú siendo igual y distinta,
volviendo una y mil veces sobre ti misma…

y tan sólo serás – al zumbido de la luz sobre mi rostro –
la cicatriz que el tiempo deje en mi retina.

Buscándote

Algún día me encontrarás borracho por los bares,
cabizbajo, con un sabor metálico en la garganta,
apoyado en la barra mugrienta de la derrota;
y no será a ti a quien busque.

Secuestrando los olores de mis congéneres
y el calor humano que olvidan
cuando pasan.  Alguno
me dirá que estoy vivo, y que
con eso basta; entreabriré la boca, libando
la poesía en el aire; esquivando
las serpientes que cuelgan del techo, de camino
a la calle.

De camino a un sueño en que siga buscándote
sin ser a ti a quien busque.
Espero… y ya conozco
todos los tic tac de la tardanza; sé
del último pensamiento de las moscas:
revolotear por todo tu cuerpo y que me apartes
con desprecio…

Merodeará la vergüenza por el marco
del espejo
que me mire de madrugada; antesala
de las horas que pase buscándote
en mis sábanas.

Y no será a ti a quien busque.
Y no será a ti a quien busque.

Algún día encontraré tus ojos y miraré por ellos
el mundo.
Quizás comprenda,
entonces, que la única poesía
es saber vivir con uno a cuestas; y,
así, sin castigos – ni tuyo ni mío -,
seguir buscándote.

Pasos

Algunas tardes pasa una sombra;
resta palabras
a cada paso
del libro que leo, hasta
que queda en blanco.
Luego, en el polvo muriente que va
desde mis ojos al horizonte,
sus pasos se extravían
como se perdieron las cicatrices
bajo tu piel violácea,
como el suelo helado
bajo la nieve.

La noche partió contigo
y sólo queda la caracola de la tristeza
que puebla mis oídos
de los gemidos de otros.

Así sé que no estoy solo
y que cuando amanezca
la luz andará pisando las huellas de los pasos de sus hijos.

olvidado en el insomnio de tu nombre…

Cuando
te falte la claridad en la antesala de la noche
pero aún estés a tiempo
de descorrer humo neblinas y mares;

cuando
tus lágrimas corran sin tristeza, sólo heridas,
por la piel aletargada de los labios en silencio
y quemada por astros taciturnos y somnolientos;

cuando
quieras coger todos los trenes
y dispersarte y extenderse – despacio –
por los límites de la memoria del asombro;

cuando
el vértigo nazca de las sombras
de copas de ceniza y cristales ciegos
hasta techar el cielo del cielo… de tu boca;

cuando
abras tu cuaderno polvoriento y no recuerdes
el número y la excusa que había en tus ojos…
y sonrías;

entonces
sabrás – sólo entonces –
que has tropezado con mi cuerpo
que tengo la costumbre de ir dejando
moribundo, por el suelo,
olvidado en el insomnio de tu nombre…
sin saberlo.

Esta luz

Esta luz que me atormenta
y quema;
esta luz ciega…
Bajo sus sombras alzaré los brazos,
pediré – clamor de nervios en alto –
el bálsamo de tus labios a la tarde
herida de muerte
– herida de lluvia, herida de flores,
herida de mayo, de sol… de pesares –.
Llegaré hasta tu rostro arrancando girones
al aire.
Llegaré hasta el cáliz de tu boca
mientras el ocaso traga horizontes
mientras las nubes se alejan
– lentas, informes -;
    mientras renace la noche…
        con sus garras de amante;
            con sus exiguos luceros
                y nobles razones.

Las bocinas de los coches…

Las bocinas de los coches
quebraron el silencio muy de mañana:
la luz de las farolas, a punto
de extinguirse, se entremezclaba
con la claridad del recién estrenado día.

A aquello lo llamaban escapada,
a ir reloj en mano
visitando la ciudad, sus plazas,
sus barrios,
como si fuera un trabajo – arduo –
ser simplemente turista.
Como si fuera una falta
– imperdonable –
no ver en un fin de semana
todos los rincones y sus misterios.

Al coger el coche para la vuelta
– sin haberlo visto todo, claro,
pero con el cuerpo del otro
en la memoria de los labios del uno -,
casi anochecía.

Las farolas, encendiéndose;
su luz se entremezclaba
con los últimos vestigios
de los rayos de sol renuentes
a poner fin a su existencia,
pero que como un niño obediente
caminaban – cabizbajas – a su cuarto.
Esas farolas – las recuerdo un poco sucias,
con manchas de la última lluvia –,
velarían la noche
en que algunos hacen memoria con los labios.

Presentación de un amor.

Indómita, bravía la sombra del tiempo;
el telón cae, y en la caída, en el último segundo,
el que parece que da sentido a todo,
– el luminoso tejer de la corona del espacio -,
queda atrapado en la tela de araña de tus manos bohemias.
Musita la palabra última y certera
cual música susurrada por la boca de los ciegos,
que de no ver, todo nombran en su esencia,
sin infamias de formas y colores,
sin trazos, sin contornos; sólo el tacto de sus manos
que ahora se hace palabra…
y haces eternos los amores y sus causas,
celeste el cielo, hondo el abismo en que sucumbe
el viento que nace del iris de tu calma…
y todo cesa, y la muerte no es tanta,
y cae la noche, y la sombra del tiempo
se oculta – indecisa, vacilante –
por si no cuentas con ella
mañana.

Labios.

El recato del otoño homicida:
hojas que crujen – nervaduras
rotas – debajo
del peso de las sombras
(hasta donde la memoria llega
ese rumor es presagio de muerte).

Un beso, llamarada de leves notas,
hacia la piel extinta, se pliega,
como la zarpa hambrienta de la bestia:
un sollozo en la garganta.
Se hace tarde, la dicha no espera,
la luz se ahoga en heridas indolentes.

Y sin embargo, tus labios
siguen siendo la medida de mi cuerpo:
un lento avanzar de aguas
hacia la estepa deshabitada;
un lento rugir de fauces vanas
hacia la noche incandescente.

Ojos.

No te lo pude decir con la mirada
pese a que mis ojos se clavaban en tu rostro:
Siempre andando a ciegas por el universo de mi ombligo.

Quizás el río en que fluía
la luz violácea de la tarde
– en sus oscuros meandros, en sus cenagales invisibles –
no fuera más que un tiempo lleno de vivencias desdeñables.
Triviales paisajes tatuados por el viento
en la piel de la costumbre – fuego sobre fuego -.
Quizás la palabra cayera por su peso
en la tierra agrietada, bajo la el mármol de un eco entumecido.

Busqué en las voces de otros:
en sus metáforas, en sus símbolos,
en sus símiles… en el cielo de sus fauces
– por si algo quedaba reservado al misterio -;
cómo decírtelo;
sólo quedó la silueta de un hombre
renco, arqueado hacia el lado,
acercándose a Dios con el oído más próximo
al suelo – quién sabe
qué futuros -; y
una página en blanco llena de vacíos:
de posibles, de anhelos, de miedos.

Hay diminutos seres sin materia ni conciencia
en torreones de granito: neblina de memorias,
preludio de cuerpos
desnudos; tierra prometida, frenesí de corales
espectrales, regocijo de músicas
venideras:

Páginas en blanco virginales e inexploradas
para que las anegues con torrentes
de tinta, de luna:
y de sueños.

El olvido en tres actos y un amanecer.

Todo nace en el silencio y muere en él.

En el silencio…

Al fondo,
en la estancia,
el artista juega con sus pinceles:

Intenta representar lo etéreo: el tiempo evaporándose a golpe de sol.
Busca lo conocido – se dice -, la luz que te ha de guiar por el lienzo;
y comienza por las lágrimas que inventan la ausencia de nadie,
la imagen que se deforma en los fragmentos de un espejo roto,
los corazones ofrecidos
en la hora decisiva del día.

Todo lo demás permanece:
Las sílabas desmenuzadas que invocan el resto de la ciudad,
el submundo de los ecos como coros de verdades,
los dinteles de la luz en cada gota de rocío – fulgor ahogado
en el repiqueteo de una campaña que acaba con el sueño
y nos hunde en otro sueño, como
un martillo golpeando un metal incandescente y mudo -;
y el atisbo de masacre por si todo cesara
en su mente
antes
de que salga de sus manos la obra de su vida;

como un verso que se ahoga
en la garganta
– por la rabia –;
antes de ver la luz del día.

En otro lugar del destiempo…

Vuela, como un ave, con su batir de alas, con la evocación del silencio
– la potencia a un instante de convertirse en acto -,
como el misterio de la última palabra pronunciada por el moribundo;
el cóctel molotov lanzado contra los tanques de la desmemoria:
El último discurso que en su mente habita:
La imagen
de ella,
el reflejo del fuego
en sus ojos:
La hora de la verdad: ese
evitar el silencio por miedo a oírse
a sí mismo: La posibilidad misma
de olvidarla: La hora
tan temida.

En un lugar del sueño…

En medio del rugir del viento
cuando se pierde
por los esqueletos de los árboles

se duerme:

Todos los relojes de arena de la noche toda…
sus cristales se fragmentan
y los granos – gramíneas de lo que fue tiempo –
forman un macizo ante sus ojos.

Asciende,
en su camino se suceden las estaciones, confusamente:
nieva mientras la tierra da su fruto, mientras
los árboles tienen y no tienen su vestido…

A veces es un niño,
a veces es un viejo.

Llega a la cima, se da cuenta
que ha dejado en el camino todo
y todo olvida.

Se van sellando sus pupilas
por la luz que, por momentos,
se le acerca:

Busca lo conocido – se dice -, la luz que te ha de guiar por el lienzo;
¡La estrella que te ha de orientar en la noche más negra!

Y despierta
y ya no es el mismo.

Amanece

Amanece:
Pasea, vigilante,
por la orilla del mar:
Se detiene un instante,
y una ola, minúscula,
llega hasta sus pies;
no lo alcanza.

En su huída,
la arena se disfraza de humedad delicada;
la mira, conscientemente,
y, de entre los gránulos resplandecientes,
elije uno más oscuro;
lo observa, tristemente,
y se dice y se repite
– intuyendo y sospechando
con una claridad meridiana
que no admite, que niega, su propia mente -:

Aquí estuvo el amor.

Y se olvida de sí mismo
continuando su camino…

El viento, la marea
– cuando suba –;
borraran sus huellas:
él será niebla espesa;
y el mar
quimera, y olvido, y quimera…

Voz en off (del poeta)


Se me antoja misteriosa
la pérdida de este personaje
que no existe:
Siempre tendré en mi recuerdo
su olvido.

De fondo, una música, un sonido
– casi imperceptible –:
Una sucesión de segundos, la fricción
de cada uno con el siguiente… – casi inaudible -,

porque

todo nace en el silencio y muere en él.

Baldosas policromadas.

Te abrigan las sombras
de las casas de pórticos cerrados
y ventanas
entreabiertas donde
nacen los latidos de la siesta
– rumiando minerales, las gargantas anónimas
y languidecidas, funden roncos sonidos animales -;
Te fijas en el motivo
que los cuadraditos de baldosas policromadas
dibujan en la acera
y, como un reto,
procuras que tus pasos se adecúen
para no pisar las líneas.
Llegas
antes que yo: observas
la decoración de este café
y te asombra su limpieza.
Te acomodas (¿Quiere algo? No,
espero a alguien)
Y aparezco
con la frente de sudor inundada.
He venido por la acera soleada
(¡Error: agosto, en qué pensaba!)
Eso sí
procurando no pisar las líneas
que los cuadraditos de baldosas policromadas
dibujan en la acera.

La sirena.

Hay un paseo en las afueras
que zigzaguea al compás del río,
por él han paseado melancolías
alegrías y neutralidades,
gente sola o en grupo,
alguna estatua – tal vez sea mentira –
hablando unos, en silencio otros
y todos jadeando un poco
al llegar al repecho que hay en el último tramo.
Pero ninguno ha visto
la sirena que hay a medio camino
con su parte pez metida en el agua
y su rostro tostándose al sol,
muy queda;  alguna vez
se fuma un cigarro, e
inmediatamente después se come
un caramelo de sabor a menta:
por si acaso
tuviera que dar un beso en la boca
a un transeúnte perdido
que sin buscarla la encuentre
y, en ese momento,
haga futuribles con ella
haciendo, eso sí,
una piscina en casa – en que
meta su parte pez – y
se fumen un cigarro mientras que,
como adolescentes se digan
lo mucho que se quieren.

Dos mujeres para una vida.

La una

Cuando un hombre muere
el mundo se olvida de todos un poco.
Vuelve a salir el sol
algo más difuso,
la noche se vuelve algo más fría
y el cielo, menos azul.

Si ese hombre es un ser querido
nos olvidamos de nosotros mismos
un instante;
el sol se oculta una fracción de segundo
y esa falta de luz
es su alma;
lo que recordaremos siempre
desde la alegría
o la pena.

Cuando murió mi abuela
fui yo quien murió del todo,
o por lo menos,
empecé a vivir de otra manera:
comprendí lo que era la ausencia.

La otra

Escribo cuanto te pertenece
por obra u omisión:
la escultura de luz que es tu cuerpo
tus ojos: vidrios, nenúfares,
tus manos, que enlazan la sucesión de imágenes del mundo,
dando forma a las horas
al viento, perdón
al olvido, recuerdo
y a mi boca, palabra.

Escribo como te siento,
pausado,
recordando lo que aun no existe
con cierta nostalgia de lo que no será…

Eres eso, una página en blanco
que se llena con ríos de tinta
con sonrisas en la madrugada
con copas de luz que derraman tiempo…

Y se hace el camino
y voy dando pasos, certeros,
y voy asestando puñaladas a la desmemoria.

Mañana de mayo.

Mañana de primavera
el humo del tabaco se elevaba caprichosamente
realzando su rostro
al otro lado de la mesa.

Tenue luz que das y quitas alegría a la mañana
¿o no? Explosión de luces y formas
fantasía de mayo
ágape de dioses del Olimpo:
sus ojos.

Desheredados del tiempo como hojas marchitas
formulismos de un te quiero lanzado al viento
Tristeza de una era que se suicida en tu boca
y resplandece
la esperanza de una vida ávida de cielos.

Nombres, proyectos, futuros
carne, hueso, sangre, nervios
iris del color de mi alma
palabra que brota de mi pecho
la garganta tiembla
en un rumor pasajero:
es la lluvia de mayo
que limpia el recuerdo
ternura de tu historia.

El frío ya pasó
nos queda
ese consuelo.

Roja dama.

El tiempo en el cielo de tu boca
la espesura de la idea primigenia
hacedora de mares, barquitos
a la deriva en un campo de rosas

y la misma melodía:
profunda letanía de sonrisas voladoras.

Mansedumbre de estrellas
polos geográficos que apuntan a tu alma:
Resuelta, resuelta y viva
como el clamor sin rumbo
de la huella del mañana.

Moriría, si el cielo fuera negro
y la selva, ya sin vida, negra plata.

Hogar de mis palabras
guía de mis pasos
códice de quien ama;

Reina mía, Reina de esta tierra
en que ahora danzas.

Y bailas y cantas en la hora
en que la brisa es dorada:
la marea humana que esboza
una tarde delicada…

Atardece, y la mar
– llanura sideral que crece y crece –
centellea y siente
que renacerá la vida por Oriente…

si lo ordenas
roja dama.

Así lo conocí.

Y me diluí
me difuminé en la memoria de los muertos
mi cuerpo desapareció en los campos de concentración alemanes
mi miente pensó en la nada.

Fui nada y todo en un instante.

Siendo sólo bruma, una banco de niebla
que no se siente a sí mismo
noté cómo alguien me reclamaba:
Fui nada pero tenía un objetivo:
centrarme en quien aun tenía esperanza.

Siendo nada, todo lo di
siendo nada, di mi mejor sonrisa.

No pensé en mi futuro
del tiempo me deshice
olvidé mi nombre y mi historia.

Sólo sentí que alguien al otro lado del cristal
reclamaba una palabra de consuelo.
¿De dónde saldría esa palabra si nada tenía?

Pero salió.

Y conocí el amor.

Así fue (Camaradas de sentimientos imposibles) A ella.

Había lucecitas de Navidad
la música, un poco fuerte
y daban, en redifusión, un Madrid-Barça
que nadie miraba.

Aquello era un bar
y la gente hablaba.
La vida, básicamente, es hablar.

Ella dijo algo sobre la Elegía a Ramón Sijé
él pensó que El Niño Yuntero le gustaba más
pero no lo dijo.
De viajes y libros hablaron
y así pasó el tiempo.

Afuera llovía y él
se ofreció a acompañarla a casa en coche.
Fueron a despedirse
y sus miradas se cruzaron.
Él buscó en sus ojos la inmensidad del tiempo,
la eternidad;
pero ninguna chispa surgió
– no surgió el amor –
El minuto posterior duró
exactamente lo mismo que el anterior,
la Luna, impasible, siguió en su sitio
el mundo, en definitiva, era el mismo mundo.
Nada cambió, salvo su corazón.
Ella no notó nada.

“- Buenas noches. Gracias por todo.”
“- Buenas noches.”

¿A quién culpar cuando no hay dioses?
¿A ella? No,
la quería demasiado.

Llegó a casa y buscó la esperanza en una Antología de Ángel González.
Salió a la puerta, encendió un cigarrillo y miró a su perro.

“¿Cómo explicarle a un perro
que me importa más su felicidad
que mi dolor?
El fallo no estaría en que yo no ladre
o él no hable, sería más bien
en que para entenderlo
hay que ser humano”

Así llegó a su cama – vacía
como siempre -. Y durmió.

Aquella noche soñó con un dragón con dos cabezas
y una ficha de dominó perdida en un desierto.

Al día siguiente se despertó
se incorporó, tosió, y encendió un cigarrillo.
“No sé cómo voy a hacerlo, pero hoy
voy a dar lo mejor de mí mismo”.

(Abarán, tarde del 28 de diciembre de 2009)

Lobos

¿Qué querrán de mí esos lobos hambrientos?
Vienen con sus garras, con su sano apetito,
con la muerte y su estandarte,
en silencio, con sigilo, y están
a las puertas de la ciudad
acechando o disponiendo
las figuras de este juego.
¿Qué quieren? Siempre la ancestral muerte
de algún desamparado (cual cordero)

Y vienen traídos por los vientos del norte
o por ríos de infernal hechura; vienen
y se repiten en cada paso
y arrollan la tierra cuando,
atraídos por la sangre,
acuden a la intemperie
de las almas, de los seres.
¿Quién los guía por espeluznantes caminos
o por sombras o por bosques o por mares?

Vienen sin respuestas, para ellos, los lobos,
todo es interrogación o deuda de sangre.
No ha lugar a la queja
no diferencian los gritos
de las mujeres y niños.
Las almas jóvenes
saben de su existencia
por cuentos de viejos recitados en las noches
con sus hogueras; cuentos tristes, sanguinarios.

Algunos lugareños hablan de ritos y simonías
hablan del pasado en que se fraguó todo
y de si tendrá remedio
este presente oscuro
este saberse muerto
aun antes del sacrificio.
Ya no hay lugar, me temo,
para la esperanza, tú lo sabes, niña que entre niñas
puedes, sólo tú, salvarme de la angustia, de sus garras.

Prometeo (dedicada a H. Relectura de Lolita)

Busco en tus ojos el fuego de Prometeo
robo a los dioses – colosal ironía –
su esencia y sus dromedarios;
visto de negro, soy cálido y suave
como el cisne – blanco o negro – ya
no importa. Ahogados en la luz
de esta tarde mortificante, soporífera,
buscamos el fuego justo y libre
en los ojos, en las manos; buscamos
salvarnos del castigo, alejarnos
de las garras del otro – tan inseguro –,
de su visión borrosa, de su
prominente frente, o su espantoso
achaque de ira y de posesión.
Hay un coche viejo y azul
son sólo veinticinco pasos
no lo pienses, es un instante, y luego
la eternidad. G. el Humilde te habla
te tiende la mano… tú y tu fruto
seremos tres fuera del alcance
de esa especie de prosaico Zeus. Él
tiene bastante con su fe, con
su forma de oprimir sus posesiones.
Son sólo eso, posesiones, posesiones,
y éstas están para ser robadas.
Ahora busco en tus ojos sólo tus ojos,
es tarde, cae la noche, sus ojos
no volverán a saber de nosotros…

… duerme, duerme, duerme…
… G. el Ladrón te protege.