Intentando aprender a escribir (4)

Por mucho que brillara el arco iris que tus ojos anunciaban, y que los corceles de luz que impresionaban mi retina con esbozos de tu ser en su costado relincharan, por lo bajo, casi rozando el cálido suelo (¿acaso insinuaban el silencio que quedaría en el vacío más absoluto de la mañana?); por mucho que la madrugada se cubriera de música que brotaba de los altavoces viejos y sucios y que, como una cascada, terminaba humedeciendo la superficie de losas irregulares… por mucho que ahora yo diga (y comprendo al pronunciar estas palabras que, a veces, resistirse no cambia nada)… en la tierra se pudren los recuerdos; siempre. Serías eso: un recuerdo que a las horas comenzaría a esfumarse, el resto de un árbol después del incendio; un nombre colgado del vacío que crujía al romperse; un rostro que comenzaba a poblarse con la neblina de la desmemoria; unas palabras (o su eco, no lo tengo claro) que desmenuzaron los minutos siguientes y que no pude recomponer: Una idea, la salvación que me hacía falta – ni más ni menos – en ese instante.

El sol salió y calentó las cañas que escoltan el eterno devenir de las aguas de aquel río anónimo, y el asfalto del que mucho después emanaría el vapor que dibuja en el aire el fantasma que un día seremos. Todos volvimos a nuestra vida cotidiana. Mas a veces, como ese sueño que no recordamos de la noche anterior, pero que a la hora del café, a media mañana, descarga detrás de nuestros ojos, como un hachazo certero, unos datos mínimos; sé que estuve frente a ti. Incluso así, por mucho que quiera evocarte, unos labios moviéndose en una atmósfera confusa es lo único que se dibuja en la pizarra de mi existencia (a la que sigo mirando con ojos de niño), junto a cuatro quimeras tontas que aún me quedan; una suerte de belleza que impresionó (debió ser así) mis sentidos. Y la tristeza de no tener la memoria de un libro que siempre cuenta el mismo relato; nada. O poco más que nada. Una mísera batalla perdida en las fronteras del alba.

Dios estaba al lado. Bailaba. No me llevo bien con Él y me da cosa preguntarle si recuerda tu nombre. Me parece egoísta, ventajista, oportunista… no, eso no se hace.

Intentando aprender a escribir (3)

Fue a dejarle una nota a su mujer, tenía que salir de improviso y cayó en la cuenta de que era mejor dejarle el recado por escrito, en un papel, en un sitio visible, por si ella llegaba antes de que él volviera. Cogió un folio y un bolígrafo, se dejó caer sobre una sencilla silla que había delante del escritorio, se acomodó, dispuso el folio oblicuamente y fue a coger el bolígrafo. Se fijó en que en la parte izquierda de la uña del dedo índice de la mano derecha le sobresalía un pequeño pellejito (diminuto). Pensó en morderlo levemente para quitarlo de ahí, no le gustaba que sobresaliera. En los últimos tiempos había dejado el café y los atracones de tabaco, se sentía una persona tranquila… tampoco se mordía las uñas… nunca en esos últimos tiempos. Bueno… pensó. Tras mirarse el dedo indicado unos segundos, se lo llevó a la boca, tanteando que la piel saliente cayera justo entre los dos incisivos a la derecha de la línea longitudinal que divide en dos la boca de arriba hacia abajo. Cerró un poco los dientes, apretando el dedo contra ellos y terminó de juntarlos en el sitio que supuso se cortaría sólo la parte saliente de piel, añadiendo un movimiento lateral de mandíbulas exacto que terminaría de rasgar el trocito de piel. Retiró el dedo de la boca, lo alejó lentamente dejándolo al alcance justo (ni muy lejos ni muy cerca) de sus ojos, y evaluó lo que había hecho. Error, había arrancado más de lo necesario… sí, el trozo sobresaliente desapareció, pero el corte había sido impreciso, también se llevó un poco de piel de más, un poco de piel que produjo un hundimiento respecto a la continuidad de su tejido. Hubiera sido mejor rasgarlo con la uña del pulgar, hubiera sido menos agresivo y el resultado más favorable, pensó. Volvió a llevarse el dedo a la boca, dejando esta vez los incisivos más abiertos, y calculando con el tacto de su lengua la diagonal que haría falta para que el paso de la zona de piel intacta a la zona que había quedado en depresión fuera más suave, cuarenta y cinco grados exactos, pensó. Ajustó el dedo y mordió. Otro error, sólo había logrado ampliar la zona de depresión al terminar la operación, y el paso de la zona alta a la baja de su piel seguía siendo (o así lo consideró al mirarlo) demasiado burdo. Volvió al mismo procedimiento, esta vez concentrándose más en su lengua, y cortó de nuevo un poco más de piel. Al rechinar sus dientes para terminar de practicar el corte sintió algo en su lengua, un sabor conocido: sangre. Succionó la zona con su boca, siempre tanteando con la lengua la herida, pero no se cortó la pequeña hemorragia, y luego, dado el infructuoso primer intento, retiro el dedo índice de la boca y apretó la yema de su pulgar contra el mismo. Estuvo así unos segundos, mientras el pensamiento de que hubiera sido mejor estarse quieto atravesaba su mente. Desunió ambos dedos y el leve salir de sangre había cesado; ahora el problema era (no lo había previsto) que la yema de su pulgar derecho y los alrededores de la herida estaban manchados de sangre casi seca. Sacó la lengua húmeda y la pasó por el pulgar, limpiando la zona y sintiendo el sabor de la sangre. Procedió a hacer lo mismo con la herida pero ésta, a causa de la saliva, volvió a sangrar. Entonces apretó la yema del pulgar contra la herida, jurando que cuando cesara la sangre no volvería a humedecer (ni limpiar) con la lengua nada, que la dejaría así hasta que estuviera seguro que no iba a volver a brotar, y entonces sí limpiaría, pulgar y herida (con una precisión milimétrica por lo menos hasta la comisura de la misma), con un pañuelo ligeramente húmedo, o algo por el estilo.
Entonces se abrió la puerta de la casa y su mujer, desde allí, levantando la voz sin llegar a gritar, le dijo que habían acabado antes en el trabajo y que ya estaba en casa. Él arrugó el folio, lo tiró una papelera negra que había a la derecha de la mesa, y le dijo que tenía que salir un momento, que había pensado en dejarle una nota, pero que ya no hacía falta.

Intentando aprender a escribir (2)

Cuál sería la probabilidad de que nuestros caminos hubieran convergido hasta llevarnos aquí, hasta este banco, tú y yo, viejos y cansados: juntos; se preguntaba mientras movía sus ojos dentro de su órbita, levantándolos, primero a derechas y luego a izquierdas, atrayendo una mixtura de memoria e imaginación a ese instante; buscando una respuesta. Lo poco que sabía de matemáticas inundó su cerebro levemente, le resultó familiar que en el denominador había que poner los casos posibles… su mente estuvo a punto de desbordarse, cuántos futuros me esperaban, cuántos cruces de caminos me hubieran llevado a uno u otro, cuántos desprecié sin siquiera mirar adónde podían llevarme, cuántos hice míos arrepintiéndome al segundo. Fue corto el itinerario trazado mentalmente; se deshizo de este pensamiento con un movimiento casi involuntario de su cuerpo buscando una postura más cómoda en el banco de madera desgastado, pintado de azul (muy cerca, en otro banco similar, sentadas a horcajadas había dos chicas de unos quince años: hasta que no me pida perdón de rodillas, nada…) El sol, en su cénit, brillaba y calentaba de un modo extraordinario para las fechas del año que corrían, lo cual no impidió que acomodara la bufanda más estrechamente a su cuello; un cuello pálido, casi verde, en el cada vena se distinguía (anda, no seas tonta, no se lo tengas en cuenta… ah, ¿sabes? el otro día, su amigo, el que siempre va con él… se me quedó mirando las tetas fijamente, sin importarle que yo me hubiera dado cuenta… ya ves, ¿te puedes creer que hasta me gustó que lo hiciera?)
Se escoró hacia un lado dejando la oquedad necesaria para que su mano derecha sacara un paquete de tabaco del bolsillo derecho del abrigo y, lentamente, extrajo un cigarro del mismo, llevándoselo a la boca todavía más pausadamente. Del mismo modo sacó su encendedor y prendió el cigarro. Expulsó el humo de la primera calada y quedó ensimismado viendo como prácticamente quedaba suspendido en el aire. No corría la más mínima brisa. Ni el tiempo. Para él se había estancado, la rutina de sus días, jubilado, sin obligaciones, solo en casa… inexorable pero muy lento, lentísimo … así corría. Cada día los mismos gestos, las mismas situaciones, las mismas conversaciones con vecinos y con los pocos amigos que le quedaban (la muerte había empezado su batida) y que rara vez estaban disponibles para una simple partida al dominó o una conversación medianamente interesante… y un momento todos días, cada día de los últimos años, donde le asaltaba el enigma de qué tendría que haber ocurrido para estar con ella, en ese instante, unas veces en el banco del parque, o sentada a la misma mesa que él, o haciendo la compra… y la cascada de bifurcaciones en el camino de la vida que lo llevaron hasta ahí, a estar sirviéndose la cena, después de volver del parque y haber caído, hacía rato, la tarde, solo en un día un poco más caluroso de la cuenta de su particular invierno.

Intentando aprender a escribir (1)

Ahí estaba él, detrás del cristal: el frío artificial conservaba su cuerpo. Dejé al azar que los familiares, por las horas que llevaban el velatorio o por el cansancio acumulado, se alejaran. Daba por seguro que me iba a guiñar un ojo y a echarse mano al paquete. Azar y segundos… pero no, estaba muerto. Muerto. En mi retina había quedado la impronta de su risa; el recuerdo de su cuerpo haciendo ademanes solemnes; su voz, dispuesta para la Historia… y al final, cuando no podía más, escapársele un bufido entre los labios que no era más que el no poder aguantar la primera carcajada que preludiaba la catarata infinita de las que seguían (¡Los huevos, los huevos me voy a poner serio, esta vida no se la merece!) Y el rostro de la persona que acababa de conocerlo y lo había encasillado en una categoría errónea. Categorías… je, je… para él había un estante aislado (por más que lo intento no logro ponerle al lado a nadie): un compartimento estanco. Con la solidez del granito, así lo recuerdo… y sobre todo eso; su sonrisa. Aquella vez que la amiga de la novia de un amigo (que la mayoría conoceríamos esa noche) llegó tarde a la cena, y él puso el tono todavía más pomposo, y se cargó de datos que nadie podía comprobar y que resultarían ser falsos (y nosotros asintiendo, siguiéndole el juego… qué andará pensando el cabrón), y de movimientos hechos sobre sí mismo en la silla: cómo se echaba hacia delante, y luego se repantigaba, y así, unas pocas veces que parecían demasiadas (porque nosotros sí esperábamos el desenlace). Y la pobre que se le quedó observando (él no paró de hablar, aunque sí la miró de reojo), desde muy cerca – el único asiento libre estaba a su lado -; supongo que la imagen de él entraba por sus ojos y por el nervio óptico atravesaba su cerebro y, una vez allí, pensaría sin tampoco detenerse mucho, a ver a qué clase de personas lo adscribía (a mí me pasa)… y entonces ¡zas!, le echó la mano al culo sin más, un poco amistosa e impersonalmente, la verdad… (ella quedó sin defensa posible, paralizada en cuerpo y alma), y le dijo, ¿a que te has quedado de piedra? Pues yo también. La próxima vez llega a tu hora, bonita, que somos tiempo y a mí el mío no me sobra. Y la cara de circunstancia de la pobre muchacha… igual que ahora la suya detrás del cristal, y es que me parece mentira verlo ahí tumbado, apagado para siempre, muerto. Muerto.