Este oasis de un otoño de color:
ya es bastante.
Empezar a darle sentido a lo que soy:
todo sobra.
Dejar atrás
ese quebrar de huesos suspendidos en el aire…
y en el miedo.
Y sólo un anhelo, que no me alcance
nunca más
la geometría de la indiferencia.
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Alforjas
Esa oscuridad es el velo de la sangre,
del azufre y de su garra
– y de la huella que deja en los párpados -;
cubre mi rostro con lesa majestad de quien quiebra el silencio.
La ebriedad de voces distantes
dobla las ramas amarillas de la música
y sólo queda el chirriar de la existencia en las venas palpitando:
¿A qué viento rezarle para implorar la calma?
No, no lo hago.
Entonces
en las pinturas de los muros,
donde, al atardecer, alguien
puso: melancolía;
me doblo por la mitad con las manos sujetando mi estómago
y descanso de ser yo;
y me asombro
de las sombras, de cuántas sombras,
salen por mi boca:
y a ciegas, desgajando el aire circundante,
aplastan los segundos para llegar al alba,
un alba gris y fría,
más allá del mal sueño del que desertaría la noche misma,
y que, sin embargo,
alumbra el nuevo día.
Y alforjas rebosantes de esperanza,
hacia la oquedad que hinchados y blancos gusanos
dejaron
en los corazones,
acuden a encontrarse
con la vida.
Una fotografía sepia.
Un silencio diáfano sólo roto
por el tic-tac acompasado de un reloj.
Conjura los ecos del tiempo
a modo de fotografía sepia,
aflora una queja en sus ojos
no sé si por el esfuerzo
de abrir el postigo de la ventana.
Afuera, el otoño y sus artes:
los árboles, que del infinito
y violento retorno,
han perdido su vestimenta
y los troncos y las ramas quedan
casi sin vida, meditabundos,
rehusando la muerte en pleno,
quedándose sólo en su antesala;
y lloran,
lloran en silencio bajo la luz mortecina
de esta tarde de octubre.
Yo paso por ahí, por esa calle
con casas y árboles – desnudos –
y lo veo todo, de un golpe,
como en una fotografía – sepia –
y pienso
que por esta vez
octubre no ha desolado del todo mi alma.
En recuerdo del Marqués de Caramaco
Nunca más mis ojos mirarán
la misma cosa dos veces
aunque entre ellas distaran
horas, días o meses:
ni a la luna de la noche
ni al sol resplandeciente
ni a lo que ahora nace
ni a lo que luego muere.
Y nunca serán mis ojos lo mismo
después de conocerte
te miren como te miren
te sueñen como te sueñen
porque no hay dos tiempos iguales
ni iguales hay dos sienes:
que piensan siempre al otro
y dicen nunca y dicen siempre.
Y mis ojos, lo que miran, los que miran,
cansados están de saberse
vacíos; vacío el mundo:
tristes, grises e inertes.
Aunque también son esperanza
de que un tiempo mejor llegue
pleno; pleno el mundo:
alegres, mas allá de la muerte.
Lobos
¿Qué querrán de mí esos lobos hambrientos?
Vienen con sus garras, con su sano apetito,
con la muerte y su estandarte,
en silencio, con sigilo, y están
a las puertas de la ciudad
acechando o disponiendo
las figuras de este juego.
¿Qué quieren? Siempre la ancestral muerte
de algún desamparado (cual cordero)
Y vienen traídos por los vientos del norte
o por ríos de infernal hechura; vienen
y se repiten en cada paso
y arrollan la tierra cuando,
atraídos por la sangre,
acuden a la intemperie
de las almas, de los seres.
¿Quién los guía por espeluznantes caminos
o por sombras o por bosques o por mares?
Vienen sin respuestas, para ellos, los lobos,
todo es interrogación o deuda de sangre.
No ha lugar a la queja
no diferencian los gritos
de las mujeres y niños.
Las almas jóvenes
saben de su existencia
por cuentos de viejos recitados en las noches
con sus hogueras; cuentos tristes, sanguinarios.
Algunos lugareños hablan de ritos y simonías
hablan del pasado en que se fraguó todo
y de si tendrá remedio
este presente oscuro
este saberse muerto
aun antes del sacrificio.
Ya no hay lugar, me temo,
para la esperanza, tú lo sabes, niña que entre niñas
puedes, sólo tú, salvarme de la angustia, de sus garras.
Antes de empezar el otoño
Pronto,
antes de que nos demos cuenta,
llegará el otoño.
Volverán las hojas secas
los sonidos húmedos
y las tardes más escuetas.
Entonces volvemos al origen
de la tristeza
(a la llamada de la tierra);
la percepción de la pérdida
el gusto a lo insufrible
el olor…, el olor a mierda
la vida cogida con dos pinzas
que no es vida, sólo miseria.
Es un ejercicio que hago de memoria
adelantarme a la tristeza
como un hábito infatigable
(esclavitud y cadena).
Cada año
intento situar en este paisaje
una esperanza pequeña
pero llega octubre
y la ilusión siega:
Cárcel de mi alma
desamor de mis noches
pero, por qué no,
una sonrisa austera.