Las bocinas de los coches
quebraron el silencio muy de mañana:
la luz de las farolas, a punto
de extinguirse, se entremezclaba
con la claridad del recién estrenado día.
A aquello lo llamaban escapada,
a ir reloj en mano
visitando la ciudad, sus plazas,
sus barrios,
como si fuera un trabajo – arduo –
ser simplemente turista.
Como si fuera una falta
– imperdonable –
no ver en un fin de semana
todos los rincones y sus misterios.
Al coger el coche para la vuelta
– sin haberlo visto todo, claro,
pero con el cuerpo del otro
en la memoria de los labios del uno -,
casi anochecía.
Las farolas, encendiéndose;
su luz se entremezclaba
con los últimos vestigios
de los rayos de sol renuentes
a poner fin a su existencia,
pero que como un niño obediente
caminaban – cabizbajas – a su cuarto.
Esas farolas – las recuerdo un poco sucias,
con manchas de la última lluvia –,
velarían la noche
en que algunos hacen memoria con los labios.