Cuando
te falte la claridad en la antesala de la noche
pero aún estés a tiempo
de descorrer humo neblinas y mares;
cuando
tus lágrimas corran sin tristeza, sólo heridas,
por la piel aletargada de los labios en silencio
y quemada por astros taciturnos y somnolientos;
cuando
quieras coger todos los trenes
y dispersarte y extenderse – despacio –
por los límites de la memoria del asombro;
cuando
el vértigo nazca de las sombras
de copas de ceniza y cristales ciegos
hasta techar el cielo del cielo… de tu boca;
cuando
abras tu cuaderno polvoriento y no recuerdes
el número y la excusa que había en tus ojos…
y sonrías;
entonces
sabrás – sólo entonces –
que has tropezado con mi cuerpo
que tengo la costumbre de ir dejando
moribundo, por el suelo,
olvidado en el insomnio de tu nombre…
sin saberlo.