Una fotografía sepia.

Un silencio diáfano sólo roto
por el tic-tac acompasado de un reloj.
Conjura los ecos del tiempo
a modo de fotografía sepia,
aflora una queja en sus ojos
no sé si por el esfuerzo
de abrir el postigo de la ventana.

Afuera, el otoño y sus artes:
los árboles, que del infinito
y violento retorno,
han perdido su vestimenta
y los troncos y las ramas quedan
casi sin vida, meditabundos,
rehusando la muerte en pleno,
quedándose sólo en su antesala;
y lloran,
lloran en silencio bajo la luz mortecina
de esta tarde de octubre.

Yo paso por ahí, por esa calle
con casas y árboles – desnudos –
y lo veo todo, de un golpe,
como en una fotografía – sepia –
y pienso
que por esta vez
octubre no ha desolado del todo mi alma.

La sirena.

Hay un paseo en las afueras
que zigzaguea al compás del río,
por él han paseado melancolías
alegrías y neutralidades,
gente sola o en grupo,
alguna estatua – tal vez sea mentira –
hablando unos, en silencio otros
y todos jadeando un poco
al llegar al repecho que hay en el último tramo.
Pero ninguno ha visto
la sirena que hay a medio camino
con su parte pez metida en el agua
y su rostro tostándose al sol,
muy queda;  alguna vez
se fuma un cigarro, e
inmediatamente después se come
un caramelo de sabor a menta:
por si acaso
tuviera que dar un beso en la boca
a un transeúnte perdido
que sin buscarla la encuentre
y, en ese momento,
haga futuribles con ella
haciendo, eso sí,
una piscina en casa – en que
meta su parte pez – y
se fumen un cigarro mientras que,
como adolescentes se digan
lo mucho que se quieren.

Seas lo que seas…

Te despiertas conmigo, despeinada,
salimos a la calle y ríes
con carcajadas ebrias, sacando tu dedo corazón
a la gente que cuchichea sobre nosotros.
Y vuelves a reír.

Un séquito de meteóricas infamias nos sigue
como cuerpos de ayer – hoy más jóvenes –.
Me cucas tu ojo derecho y entiendo:
tengo que rescatar recuerdos de otros,
traerlos a un presente de donuts rellenos de crema
y quitarles el hierro que los años les han puesto.

Tomamos un café solo corto a media mañana
– hay que recuperar fuerzas –
y al salir del bar, con la sola ropa interior que llevas,
planteas discursos y sátiras
sobre lo bello y la noticia
que no da hoy la prensa.

Al final vuelves a reír; una carcajada
azul esta vez, como el cielo, con ciertos aires de ida,
aflora en tu rostro,
y no haces caso al santurrón que,
con ojos de sapo, te mira incrédulo…

y ya formas parte de mí… seas lo que seas.

Con rugir de herraduras…

Persónese la voz en mi garganta
afluyan las monturas, siempre vivas,
a esta boca que hoy invoca
tu nombre;

A esta edad concurra la ternura;
la memoria, la súplica
al recuerdo; el pasado
por pretérito; el futuro
por quererlo;

Y pronúnciese nombres insondables,
inasibles, etéreos; caducos si hace falta:
Que lo que siento, este fuego en el alma
no se calma, ni se apaga, por un poco de bullicio
y algarabía en la memoria – siempre selectiva,
creativa por ella misma, subjetiva en sus formas -:
Que lo que invoco, a pesar de desdibujarlo el tiempo
y atenuarlo mi retentiva, por dispersa y traviesa,
atraviesa el aire, hasta llegar a tu oído;

Y marchan los corceles blancos, con rugir
de herraduras… efervescencia de olas…
a decirte:

¿Vamos al cine esta tarde?

Un bucle.

Viene de una tierra de extrañezas
de un pasado cualquiera a un futuro
cualquiera…

Pasa, y dando pasos hacia la nada
– ni nadie ni nunca –,
desoye lo que importa.

De manera certeramente incierta
busca lo que no encuentra
se sorprende por todo, piensa,
pero se hastía y desiste
aflora la calma, su calma,
y cesa…

Y se aburre y aburre
al cielo que lo cubre
y a la tierra que patea
pero no se descubre
y ceja…

A veces desespera
pero ve que no quiere nada
¿qué es entonces
lo que espera, la esperanza,
dama muda y ciega
del destiempo y la desgana…?
(para eso ha quedado esta señora,
o eso piensa)

Pasa el día llega a casa
cae la noche – ya es tarde –
y se acuesta.
Muy pronto se duerme
y sueña
que viene de una tierra de extrañezas
de un pasado cualquiera a un futuro
cualquiera…