Moon´s Window

Ahí están los de siempre
los geómetras del tiempo y la moneda
los segundos escorados hacia el infierno
las palabras entrecortadas en las tinieblas.
Nosotros, como si nada,
celebramos, con otra ronda, una tregua;
soñamos, con nuestras manos expresivas
– gesticulantes -, hacia la noche desierta.
Entonces
otra tregua, otra ronda
y la noche avanza hacia su cauce:
soledades ciegas,
soliloquios de envejecidas estrellas
a punto de derramarse en las copas.
El verano comienza su huida
el tiempo late en las esquinas:
otra ronda…
se derriten los hielos, se evaporan
las burbujas
en las lenguas pesadas y culpables
ejecutando sentencias, simples
y lúgubres: frases que evocan
lo que, soñando, despiertos,
al hilo del tejer y destejer de la mirada cómplice,
decimos con los ojos abiertos… heridos.

¡Otra ronda… de ceniza venidera!

Miras al vacío:
esta noche,
por lo menos esta noche,
la muerte no me espera.

El viento.

Fernando, hace ya trece largos años, en las fiestas patronales de su pueblo, una tarde de café y gin tónic en terraza de verano, observó a una muchacha de pelo castaño y largo; debía ser de fuera, porque no le sonaba su rostro. Sin pensarlo, se le acercó, y le dijo, sin siquiera presentarse, que la única misión del viento era ondear sus cabellos, y que cuando se hallara bajo una lápida acotada por las únicas fechas que se debía contar en las clases de Historia: su nacimiento y su muerte; el viento dejaría de tener sentido, y que los pobladores que quedasen lo evocarían como algo sagrado, antiguo; la atmósfera sería algo totalmente estático, la quietud del mismísimo cielo.

Actualmente tienen dos hijos, un chico y una chica, a los que les han dejado el pelo largo. Prefieren, para salir a pasear o tomar un helado, las tardes ventosas, y ver cómo el viento ondea sus cabellos. Porque ambos saben que fue el origen de su amor, por eso, ante la mirada asombrada de sus hijos, cuando se van a besar, al estar a punto de juntar sus labios, cada vez uno, en el último instante, se soplan. Y los hijos ríen ante una cosa tan tonta, acostumbrados a los besos convencionales, televisivos o presenciales.

Entonces Fernando mira a sus retoños y les dice, ya lo entenderéis.

Fernando contra Fernando.

Fernando probó suerte en la lotería una sola vez en su vida, y no ganó el primer premio, pero sí un pellizco que le permitió comprar lo que siempre había soñado, un pequeño cortijo en las afueras de la ciudad, no muy lejos, y un Citroën 2CV a un viejecito por un buen precio. Pese a todo, la cuantía del premio no le permitió dejar de trabajar, y es que, en parte, no quería, le gustaba su trabajo y mantener su economía saneada.

Llevaba una vida perfectamente comedida, no cometía excesos con la comida –principalmente la cantidad de sal en la misma, llevaba marcado a fuego la imagen de su madre repitiéndole que no se excediera con ella -, no fumaba, prácticamente no bebía, y, lo más inusual hoy día, desde el domingo al viernes por la tarde, se acostaba temprano, muy temprano, esos cinco días los dedicaba exclusivamente al trabajo cuando estaba en él, y a prepararse, descansando, relajándose, centrándose en el mismo, cuando salía de él.

Aparte de las salidas de fin de semana, siempre con su fin a una hora moderada, su único desvarío era coger el mediodía del domingo el 2CV e ir a propósito a la ciudad al bar de tapas al que toda la vida había ido. Aparcar mal esos veinte minutos, pasos de peatones, reservados para minusválidos: era su pequeña travesura semanal; y volver a casa para comer, remirándose un poco más que lo habitual, y volver, en cuerpo y alma, a los cinco días laborales de rigor.

Martín, el camarero de dicho bar, siempre lo saludaba e iba a darle la mano al entrar, y hacía alguna broma con el viejo coche, qué Fernando, ¿te has comprado ya el kit de asesino en serie doscaballesco, ya sabes, un saco de cal y una pala? ja ja, reía Martín, y le ponía lo de todos los domingos.

Sólo tenía un tercer capricho, aparte del cortijo, pequeño, y el 2CV, que convivía con su coche de siempre, el que cogía a diario para ir al trabajo, tenía una cierta pasión por los perfumes, pero ganaba la partida su perspectiva económica. Tenía dos o tres de diario, de ésos de clase media-baja, y uno muy bueno, que sólo usaba en bodas, algunos sábados y fechas señaladas.

Una mañana, tras levantarse, y, como un rito, desayunar equilibradamente, al ir al baño a ducharse para salir hacia el trabajo, le pareció que el perfume bueno había bajado, recordó cuándo lo usó por última vez y le pareció extraño.

El episodio se repitió a las semanas, y se preguntó cómo era posible. También le extrañaba que últimamente, a media mañana en el trabajo se sentía cansado, extrañamente abatido teniendo en cuenta la vida de dedicación al trabajo que estilaba. Lo comentó ese domingo con Martín, y le dijo, a ver si vas a ser sonámbulo, o a lo mejor tienes un fantasma en el cortijo que gusta de tu perfume. Ja ja, rió ácidamente. A lo que añadió, grábate con una cámara por la noche. Ja ja.

La propuesta le pareció interesante, y se hizo con una pequeña cámara que, sin mucha calidad, podía almacenar todas las horas de descanso. Hizo la grabación un martes, pero hasta el sábado no la vio. Se sentó a primera hora de la mañana procediendo a verla, y cuando el reloj de su reproductor marcaba 4 horas desde el inicio, observó cómo se levantaba de la cama, debido a que esa noche dejó una pequeña luz ambiental en el dormitorio, y no volvía hasta 3 horas después.

Aquel sábado no salió a cenar, y le costó conciliar el sueño. El domingo se levantó tarde, y, pese a la preocupación que le rondaba, se dispuso a ir a su visita dominical. Al abrir la puerta del garaje y aproximarse al coche, observó que la puerta del maletero no estaba bien cerrada, encajaba mal. Nunca lo había usado, solía transportarlo todo, la compra para la semana… todo, en su coche de uso ordinario. La abrió para cerrarla bien y no pudo evitar ver su interior: una pala, un saco de cal, una cuerda de nailon y un cuchillo ensangrentado.

Lo cogió todo y lo dejó escondido para luego deshacerse de ello. Arrancó, llegó al sitio de siempre, ocupó parte de un paso de peatones y un aparcamiento de minusválidos, cuando podía haber evitado una de las dos cosas, y entró al bar; esta vez fue él quien se acercó a Martín, ¿lo de siempre? No, contestó, hoy a lo grande, buen vino, y no te lleves la botella muy lejos, me siento bien, fuerte, más joven que nunca… hay que celebrarlo; ja ja, río yo hoy. Ja ja.