Fernando, hace ya trece largos años, en las fiestas patronales de su pueblo, una tarde de café y gin tónic en terraza de verano, observó a una muchacha de pelo castaño y largo; debía ser de fuera, porque no le sonaba su rostro. Sin pensarlo, se le acercó, y le dijo, sin siquiera presentarse, que la única misión del viento era ondear sus cabellos, y que cuando se hallara bajo una lápida acotada por las únicas fechas que se debía contar en las clases de Historia: su nacimiento y su muerte; el viento dejaría de tener sentido, y que los pobladores que quedasen lo evocarían como algo sagrado, antiguo; la atmósfera sería algo totalmente estático, la quietud del mismísimo cielo.
Actualmente tienen dos hijos, un chico y una chica, a los que les han dejado el pelo largo. Prefieren, para salir a pasear o tomar un helado, las tardes ventosas, y ver cómo el viento ondea sus cabellos. Porque ambos saben que fue el origen de su amor, por eso, ante la mirada asombrada de sus hijos, cuando se van a besar, al estar a punto de juntar sus labios, cada vez uno, en el último instante, se soplan. Y los hijos ríen ante una cosa tan tonta, acostumbrados a los besos convencionales, televisivos o presenciales.
Entonces Fernando mira a sus retoños y les dice, ya lo entenderéis.