Retroviral poética para un día (30/11/2011)

Sales de casa, una casa amarilla, sencilla, albergue oficioso de soledades y soliloquios, cárcel de cálidas esperanzas mudas que dejas justo en el umbral de la puerta, con el objetivo de no parecer blando, delicado; de ser simplemente fachada y máscara…

Hace un frescor considerable, el coche se halla bajo una fina capa de rocío, capricho de una noche despejada, exudación de las estrellas del firmamento… y partes.

Los caminos de Macicandú se hallan custodiados por frutales infalibles, son angostos, serpentean, y ascienden y descienden por antojo del destino, sin más limitación que el recuerdo de los tiempos, orografía descrita en la modorra de un demiurgo, artesano de estos sueños y calzadas.

Y al rato, llegas al río, y lo cruzas, como has cruzado tantas noches, instintivamente, por la pura rabia de seguir, de ver cómo despunta el día, dando fin a las tinieblas, pese a que todo acontezca repetido, la insistencia de un ciclo redundante, que va acabando con tus días, aunque no lo parezca, aunque se disfrace de rostros distintos, de distintos sentimientos, de diferentes satisfacciones o derrotas incontestables…

De camino al trabajo, ya a pie, una vez estacionado ese carruaje de caballos invisibles, piensas, en esa música de notas incesantes pero sigilosas, culpables; en lo que dicen y susurran, sutilmente; en ese epitafio de circonita y sueño. En las excusas, que de noche son excusas, y de día, nombres declinados que huyen hacia las costas, a fundirse con el ancho mar, a difuminarse por el recuerdo. Continúas, y sabes que existen hombres sedentarios, en cuevas, ante el fuego, que tienen sueños y proyectos…

Intuyes que hay una línea que no se debe pasar, una frontera esquiva, una línea delgada, que al cruzarla no tiene retorno, y que en el otro lado, por algún enigma, hay un verdugo que no está movido por la justicia, sino por la ocurrencia, el atropello incluso, a los códigos más elementales, ésos con los que nacemos; un verdugo cuya voluntad acude a su gesto, y que ejecuta con sobredosis de milhojas, hacia un sueño dulce y blanco como el azúcar de sobre de este café que te dice que hoy es un día como otro, y nada más.

Sin embargo, llegas a la puerta del trabajo, y tus compañeros, unos más compañeros que otros, como hay días lluviosos y días de sol cálido, están retirados, alejados… algunos fuman un cigarrillo sin la urgencia de tener que apagarlo y empezar en sus puestos un día monótono y largo. Lo fuman nerviosamente, algo pasa. Preguntas, y obtienes por respuesta, como una sacudida, como un torrente de lluvia que galopa, coronado de gravedad e ira, hacia el suelo, que ha habido una avería en el depósito de gasoil de la calefacción, cientos de litros se han vertido, todo está anegado, los bomberos están al llegar. Se respira silencio y la gente, frente al edificio, tiene un tambaleo que nace de su intranquilidad, parecen cuerpos a medio hundir mecidos por las olas, o ramas y tallos de árboles colosales a merced de viento.

En el fondo sabes que no sucederá nada, y pasas de lo dogmático a lo pragmático, como se pasa del segundo plato al postre, con la naturalidad que la fuerza de la costumbre ha impreso en tu alma: la realidad, la única que importa ahora mismo, en este instante aislado y solo de esta mañana de noviembre, es que tienes el día libre. Qué hacer con esa disponibilidad inesperada, eso, como otras cosas, lo irás descifrando, escenificando con tu voz y tu cuerpo y tus gestos, despachando cada estímulo, cada gota de razón y sinrazón; alegoría todo del significado de la vida, si es que puede decirse eso, con el único fin de llegar la final de la jornada.

Por dónde empezar.

Hay un mundo ante ti. Un mundo desentonado de blasfemias siderales que atentan contra la nada; de sangre. Ves la sangre como palabras heridas, como los aullidos de un lobo civilizado, desprovisto ya de instintos, víctima de este siglo. Sólo es sangre o no es nada. Eso, por dónde empezar.

¿Quién soy yo? Y atas, con un hilo invisible, con un cordel de recuerdos evanescentes, vaporosas remembranzas, tus vivencias y tus huesos y tus nervios, que dan como resultado un haz de palabras calladas, unos números y unos nombres que esa misteriosa retentiva traen hoy ante tu rostro. Y de fondo, ese olor a humedad y a nube, que da sentido, sólo a esa hora de la mañana, a lo que se presenta, tomando forma – morfología adusta de un pasado que se hace presente -, ante tus ojos: sangre.

Descorres el velo rojo de esta idea, y un vendaval de cordura te asienta en el asfalto; sin embargo, ves todos los esfuerzos innecesarios: todos los caminos llevan al mismo destino. Una pregunta, reiterada desde antaño que tiene la cualidad, la propiedad de no envejecer, te asalta – un símbolo de interrogación cae del cielo aplastando un coche estacionado, queda perfectamente en su enclave, erguido, ante el rostro impasible de la gente que andando maquinalmente, pasa de largo -: Quién soy.

¿Dónde perderse, tomar aire, hasta empezar a encontrarse? ¿Dónde se congela el tiempo, y los sueños sucumben, aún más, al letargo? Te lo dices, somos hábito. Y así, entras al bar de siempre, sentándote, callado, mirando sin ver, ausente. Una mirada cansada, vacía y fría, ante el arco iris formado por el vidrio de las botellas. Te das cuenta, en ese preciso instante de vértigo, que del pañal al sudario no hay nada, sólo una taller de proyectos caprichosos, inconclusos; irrealizables a veces; o livianos, excesivamente livianos, con los que pasas los días, del pañal al sudario. Y un vacío mortecino que trata de llenar los años, como los besos y los pasos. Y un faro en la costa, para que no te extravíes, para que no oses tomar la vida por tuya, sino que esa sucesión mecánica de costumbres que en el fondo te conforman, esa sensación de llegar a un lugar y cuestionarte cómo he llegado aquí, sin ser consciente en el fondo; sea la sinfonía que te acompañe, esquiva, disimulada, encubierta, pero certera como el tiempo y lo que éste hace con los hombres.

Y luego está el inmenso cielo, con sus estrellas, que nos dicen: si nosotras somos pequeñitas aquí arriba, anda que tú, con la voz del niño que sabe muy bien que quiere herir a quien antes le ha hecho daño, o no, gratuitamente. Anda que tú.

Y comienzas a recordar fragmentos de vida dignos de olvido, bagatelas en definitiva: que si una bufanda multicolor que perdiste una tarde de invierno quizás en el cine o en el café; e intentas traer al presente, a ese preciso espacio que se interpone entre tus ojos y las botellas caóticamente colocadas en el exhibidor ruin y antiguo, la evocación de las cosas trascendentales, dignas de mención… y no acuden, porque, quizás eso sea la vida, una serie de acontecimientos que vienen y van a tu retentiva; algunos se marcharon y no volvieron, y los que quedaron, te das cuenta por la experiencia de contrastarlos con otros semejantes alguna vez, no son tan reales como creías.

En ésas, ante tan hercúlea tarea, gesticulas, inconscientemente, como un fantasma que sospecha que está solo en una habitación vacía, y el camarero te mira con unos ojos diáfanos, pacíficos, con un ademán comprensivo, como si se hiciera cargo de ti. Qué mierda sabrá lo que hay dentro, esta lucha por conocer, aunque sea por los pelos, desde tu centro al Universo, y el descalabro que te conduce al aturdimiento de querer marcar tus propios límites y su imposibilidad; no por grandeza, claro, sino porque varían, se esfuman ante ti. Y es triste porque eres tú mismo. Un anhelo de paz interior se apodera de ti, discordante, en el último momento, con las ganas de meterle dos hostias al camarero de cándida mirada.

Así que estallas, como te han enseñado, ahogando la ira, guiándola hacia ti mismo, y la copa, la enésima – porque llevas ahí ya un tiempo – que te han servido, es estrechada por tus manos en ademán violento de rabia. Y con ella golpeas la barra.

Es evidente, el cristal se ha fragmentado y hay un corte en la palma de tu mano. No es grave, apenas sangra. Minutos después estás en urgencias.

Te atienden con presteza, nada, una cura como tantas han hecho. Después tienes que esperar, ya que no te tomaron los datos al entrar, y te sientas, paciente, conectando este momento con lo que pensaste antes: ¿recordaré esto, formará parte de mi vida?

Hay alguien frente a ti, de tu mismo sexo y edad, poco más o menos, aparte de esos datos no sabes nada de él. Otro personaje anónimo que llena las calles, un personaje conocido, lo presumes, para la media docena de personas que de verdad le importan. Te gustaría interesarte por él, pero no, ya no te importa; quieres salir de ahí, de esa atmósfera cargada de desinfectante y del blanco insulso que todo lo viste.

Y sales: se te ha escapado, se ha marchado hacía una tierra de la que no volverá, gran parte del día. Como siempre.

Te dejas llevar a un parque, la sequedad de tu boca es terrible, la acompaña una aridez de ideas y caes sentado sobre un banco, la gravedad y la apatía se apoderan de ti. Por qué no será otro mes anterior a éste y ver brotar las primeras hojas, seguir su estela, sus impresiones, inspirarte en el crecimiento de sus nervaduras: su dilatación expansiva y su oscurecimiento, piensas. Caes en la cuenta de que hace años que te has perdido esto, y muchas maravillas más, muchos milagros de la vida a los que sólo deberías estar atento, mirar de noche el cielo; de día, inspirar la traslucida existencia… volar y ver volar las notas de música en derredor tuyo, sintiendo su magia, viendo cómo se transforman las notas en cuerpos, etéreos, pero cuerpos: una materia que sólo tú podrías ver, flotando, fundiéndose en el aire danzando en una habitación que te llevaría otra vez a ser niño, y evocando ese instante en que la música fue música, no un sonido ininteligible: el momento en que fue cuerpo; era la que se expandía por tu casa como una nube que se engrandece al calor del día, la música de tu madre que era la música del hogar. Supones que como en todos los hogares, hasta, claro está, que los niños dejan de ser niños, hijos indefensos más bien, y son seres adultos: Descubren que morirán, pero lo callan, y descubren que otra música es suya, y les pertenece.

La tarde comienza a oscurecerse, aún no es penumbra, pero la claridad va decreciendo, y te preguntas qué edad es la mejor en el hombre, haces balance, ventajas e inconvenientes, de cada una de ellas, las que has conocido por ti y la que has visto en otros. Para vivir hay que tener oficio, y tú, hoy, no lo tienes; lo mismo te daría ser un bebé o un anciano, no te quedan fuerzas, tus pensamientos son erráticos y te dan ganas de llorar, ansías un llanto que te cure por dentro, que signifique un antes y un después, te gustaría renacer como un fuego mal apagado, en la noche, por causa de una ventisca inesperada: pero no, muerdes tu labio inferior y suspiras, una subrepticia melancolía te invade, masajeas la muñeca de tu mano herida con la otra mano, con la intención de aliviar el entumecimiento del miembro inmóvil, el día ha sido demasiado largo, se te acumulan los nombres entre las sienes de personas que para ti han representado algo, lo bueno, lo malo, lo neutro… esa neutralidad que suele venir disfrazada, porque en el fondo es maldad pura o, cuando menos, un sentimiento bajo.

Cierras los ojos, el sopor te invade, y te ves de niño de camino a la escuela, con tus libros, tus colores, y maestros con nombres y semblantes de personas mayores, y es que a esa edad los adultos parecen más adultos, y las alturas, por pequeñas que ahora sean, inaccesibles, productoras de vértigo. Ahora, como el anciano frente a su única esperanza, claudicas. Todo el oro, todo el aire, toda el agua del los mares todos, no podrían levantarte de ese banco, pero aprietas los puños y los dientes, y partes de allí, enfrentándote a lo inevitable.

Vas, con pasos cansinos, mirando a un lado y a otro de la calle – repetición de casas iguales – hasta donde dejaste el coche. En cada paso, una letanía de dolores imprecisos acude a tus labios, sin sentido, lanzados al viento y al tiempo, por hacer algo, por oírte y no extrañarte, por no dejar que se apaguen las horas y se difumine en el vacío tu figura. Llegas a casa, y vas, torpemente, al vestidor, en cuyo cajón último, detrás de una ropa que jamás te pones, escondes un arma de dudoso y oscuro pasado. Y una llave.

Los pasos se agigantan, son incapaces, estériles. Inútiles como los gestos de los payasos del pasado que quisieran hacer reír a un niño de hoy, pero cumplen su cometido, llegar a la cocina y beber un trago de agua fresca.

Te vuelves a montar en el coche, dejando otra vez la casa; los caminos parecen ahora menos idealizados, más crueles y fríos, centrándote sólo en abandonar ese lugar como todo. Una inquietud agónicamente vegetal corona los bordes del camino, no haces caso, eres un jinete negro que galopa hacia el fin, hacia el ocaso, hacia la hora de las horas, imprimiendo a las palabras que callas un ritmo fúnebre de estampidas geométricas. Tus ojos están ensangrentados, no sabes lo que es, sólo que están inyectados en sangre, una sangre que acude a su hoguera, unos ojos que no sirven para mirar el futuro, sólo este presente que te hará inmediato, la inmediatez nunca contada, el secreto mejor guardado de la vida: su fin.

Es casi de noche, y revientas la verja del cementerio con el vehículo; en un olvido, el coche queda con su motor arrancado. Buscas el panteón familiar, lloras, ahora sí, un llanto patético, pueril y casi sagrado, si es que queda algo sagrado; un tormento descarado, eres tú y lo sabes, el que siempre has sido, y acudes a tu muerte como a la llamada de un campanario acuden los que van a misa.

Abro la puerta del panteón, mando a la mierda la segunda persona  del relato, mi muerte me pertenece, es mía, es todo lo que tengo, que siendo nada, es todo. Abuela, son cinco mil ochocientos cuarenta y cuatro días sin ti, y en este mundo no tengo a qué aferrarme, digo entre lágrimas, en parte festivas. Te echo de menos, quiero morir.

Y así, la pistola acude a mi boca, y la parte posterior de mi cabeza reposa en la lápida de su nicho, paro de llorar y disparo. Mi cerebro se desparrama por la lápida – G. M. G. 12-04-1905 – 30-11-1995 -, alegoría del primer recuerdo que fue mío, el que transformé, con fiereza en el inicio de la construcción de lo que ahora soy y ahora muere; corren, mis sesos, como aquellos melones por la ladera de la portada de Fray Perico y su borrico, de Barco de Vapor.

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