Los mástiles de antenas hieren la noche,
los tejados helados, con su frente,
sostienen estrellas y sueños.
Avanza una pequeña nube hasta privar de luz lo que queda de mundo.
Diciembre queda suspendido entre las sienes
de esa persona que alguna vez nos dijo algo importante
mientras mirábamos el móvil con el rabillo del ojo.
Todo es quietud,
y en el silencio,
se puede oír cómo crecen las uñas,
cómo resbala la inmundicia debajo de las tapas del alcantarillado,
cómo laten los corazones bajo el pecho de la gente dormida
– al unísono –,
rogándole, inconscientes, a Dios, que el mundo sea un poco más cálido:
ese ahuecar las manos y echar el vaho dentro.
Dios estará en el trino de los pájaros
que aún quedan en invierno,
en el primer rayo de sol que quiebra soledades:
en todo lo que obviaremos cuando,
al despertar,
sólo nos importe nuestro rostro ante el espejo.