La ciudad duerme…

I

Es de noche, están
las estrellas que robaron la luz del día
en la soledad más púrpura.
Hay mandíbulas desencajadas lacerando el aire
con sucedáneos de palabras.

Hay termitas royendo, pensativas, mi cama.
El cielo adiestra las sombras
que lanzará desde sus minas, desde
las atalayas
de cometas pasajeros, desde
manantiales de ceniza,
hasta cubrir de cinc a sus criaturas.

Las iglesias, vacías;
sus cirios, apagados;
y deambulan lo que queda de los muertos
por los camposantos:
lentos, sucios, ateridos,
con llagas en las manos; y
una hendidura en los labios
donde la guadaña tejió el silencio.

Es el miedo a la noche
es el miedo a la muerte…
es el miedo.

II

Me despertó la madrugada
con un fuego de magnesio herido
con una voz colgada del cielo
con una serpiente enroscada en el tiempo.

La madrugada, llega de árboles,
y un viento gris lastimando
sus ramas:
una impronta de sueño en la roca
la humedad en los dedos de la nada.

Me despertó la madrugada
con su zarpa de acero callado
desgajando cuerpos y segundos.
Almas quietas, pesadas, cobrizas,
como el polvo – promesa de olvido –
sobre el cadáver del mundo.

Las estrellas se apagaron
al rugir la madrugada:
la monstruosa noche con granito ahogado,
el grito ahogado ahogando la claridad
que aún quedaba;
y la música – de cuerdas con llagas,
de viento magullado – que se perdía
por entre los muertos;
y el ladrido de un perro
– la angustia de sus colmillos amarillos -,
brotaba, a lo lejos, presa
de noche, de ingrávida noche;
de muerte, de telúrica muerte;
de niños con los ojos vacíos:
de miedo.

Camarada…

Yo he de volver a las trincheras,
a esos surcos en la tierra hechos del orgullo
humano,
a rescatarte del olvido;
porque de nombrarte mis uñas están ensangrentadas
y el sol, con sus ráfagas de frío,
ha secado el sudor de mi paciencia.
Intento situarte donde te mereces,
no puedo saber si tu entierro
estuvo a tu altura…
(alguien me dijo… bueno, alguien me dijo…)

Dicen que el mundo
se ha vuelto gris; yo
no me canso, de poner mi voz
al servicio de la ironía; de quitarle
hierro al asunto y al mundo
para que nada me haga daño.
Y sin embrago, si no gris,
al menos algo deslucido, veo
cada amanecer de camino al trabajo.

Y me armo de oficio y de sonrisas;
mas, a veces, lloro por dentro.

Algún día me acompañarás en la jornada
en vez de quedarte en el espejo
como cada mañana; camarada.