Esa oscuridad es el velo de la sangre,
del azufre y de su garra
– y de la huella que deja en los párpados -;
cubre mi rostro con lesa majestad de quien quiebra el silencio.
La ebriedad de voces distantes
dobla las ramas amarillas de la música
y sólo queda el chirriar de la existencia en las venas palpitando:
¿A qué viento rezarle para implorar la calma?
No, no lo hago.
Entonces
en las pinturas de los muros,
donde, al atardecer, alguien
puso: melancolía;
me doblo por la mitad con las manos sujetando mi estómago
y descanso de ser yo;
y me asombro
de las sombras, de cuántas sombras,
salen por mi boca:
y a ciegas, desgajando el aire circundante,
aplastan los segundos para llegar al alba,
un alba gris y fría,
más allá del mal sueño del que desertaría la noche misma,
y que, sin embargo,
alumbra el nuevo día.
Y alforjas rebosantes de esperanza,
hacia la oquedad que hinchados y blancos gusanos
dejaron
en los corazones,
acuden a encontrarse
con la vida.