A las cinco de la tarde
tomé por primera vez conciencia
de que el sol
estaba fuera.
La luz resbalaba por el cielo
dándole una tonalidad más viva
a los seres y objetos de la tierra.
Sentí una verguenza
que colgaba de la diéresis que mis cejas,
arqueadas de asombro,
dibujaban.
Sentí que toda entereza alguna vez quiebra.
No sé si lo que pasó por detrás de mis ojos
era una nube de lágrimas, muy densa:
pretérita.
Lo desconozco.
Es posible que ese sudor de la culpa, la ternura o la inocencia,
una las partes dispersas
en un todo entrelazado;
y así, el mundo se desvele, si no
más bello,
al menos más humano.
¡Qué placer sería
– y digo sería –
que mi ser se desbordara
de lágrimas,
y oler por vez primera
la esencia de los cuerpos y los sueños
con un alma enteramente humana!