En las altas fronteras del ocaso,
en la arista de la vigilia del mundo,
donde la caprichosa luz del día
se desangra
y las bestias gimen su desgracia
– o su alegría –;
está el tiempo aferrándose
a la crestería de la silueta de tu cuerpo
plácidamente desnudo.
Recuerdo
el noctambulismo de luna,
la presteza
de la oscuridad más clara,
los ojos que miran la tierra
– quizás un cielo lleno de pupilas -;
el oráculo del corazón
divagando en sí o en no
sobre los hombros de los hombres;
y la cercanía: la fraternidad
más bien
de los labios
hablando del pasado más real
y el futuro más posible…
todo franqueza: la misma
con que la muerte trata a sus hijos.