Me llevas
– el sol ilumina el camino –
por los senderos inhóspitos de la memoria.
Me fundo con las grietas de la tierra
cuando mi semblante se desvanece
al verte
al oírte
al olerte.
Hay algo sagrado debajo
de la corteza árida del orbe:
una suerte de humedad cautiva,
una bifurcación, en donde
lo que soy
y lo que puede ser
convergen
en un punto imaginario, tembloroso,
que recojo con mis manos huecas: mudas
de gritarme.
Como un solsticio que se posa en mi pecho
inaugurando el nuevo día; no hay
pasado que pese, ni
horas que pasen
sin sentido.
Todo tiene su mensaje;
la palabra, a su sustancia adherida,
es música,
un todo etéreo, zigzagueante,
ante la mirada
atónita al pensarte; hay más:
hay sombras festivas
labios en sangre
pies desnudos andando
hacia la tarde…
Calzadas, caminos,
veredas, senderos,
por las que caminan lo que pudieron ser
y no fueron
mi amor, mis amigos,
todo lo que conozco;
y una danza de manos huecas recogiendo su otra vida:
la que no vivieron…
Y unas lucecitas, como luciérnagas,
como mariposas en llamas,
que tornan y retornan
– con el inocente vuelo del sosiego de las mieles –,
al silencio, al comienzo,
al pensamiento primero…
al cósmico latir de la sangre en las sienes.