Esta disertación sobre el polvo con que se cubren los amores
o el erotismo de las líneas de alta tensión penetrando en el horizonte
o la humedad de las inundaciones,
no me lleva sino a pensar
que hoy me he levantado, y la mañana
todavía no se ha hecho con el mundo.
Me encanta ese lapso de tiempo sin terminar de acotar
donde los árboles se insertan en la penumbra
y no saben si son árboles, o colorines palpando el alba con su canto;
donde el joven ebrio tardío
coincide con el viejecito insomne
– “la cama me mata, me quiebra los riñones” -,
en un “buenos días”
(por decir algo).
Desearía, ya, más tarde
rebelarme contra la tiranía de los relojes,
hundir un cuchillo en el costado
de una hora que pasara por mi puerta
– ver cómo están entrelazados
sus intestinos a la geometría del tiempo -,
con la esperanza – si he decir la verdad –
de que algún año que cargo en mi espalda
sea arrastrado
por ese río de sangre imaginario:
por ese río de rostros doloridos
que acaban llenando las mañanas.