Volaré
hacia el pan del mediodía
y en las comisuras de los labios
un sabor a ti…
La destreza de las horas bajando
el sol hacia el horizonte, haciendo
las sombras más alargadas sobre las aceras de la calle:
la tarde se llenará de zancadas alargadas y pasos hacia la nada
que conducen a una casa
vacía.
Volarán
las sombras hacia la noche para hacerla más oscura
confundiendo los caminos de las criaturas de Dios
para que el pan de cada día sólo sea
la tortura repetida de un recuerdo sin objeto:
un bosquejo borroso en la nebulosa de mi frente.
Echo de menos
un camino de vuelta a la alegría
la sonrisa reflejada en una botella de vino
los duendes de la locura revoloteando
por mi lengua
al hacerte promesas que nunca cumpliré.
con la seriedad del payaso que envejece de golpe…
Las nubes se visten de piedra
con la seriedad del payaso que envejece de golpe
las solitarias calles pintadas de tiza
miran el cielo
y rehúsan la luz huidiza que queda y aun así
todo lo impregna
Pasan los días como trenes mudos por estaciones de piedra
como hombres de piedra en estaciones mudas
sosteniendo un billete hacia la nada
El decorado del mundo se resquebraja
ante la mirada ausente de un busto de piedra
queda un segundo horizonte de piedras mudas
en el instante en que se comprende
que la mitad de la vida se ha ido
levantar la vista y sentir el vértigo
Pende un reloj del cielo
donde el tiempo transcurre rápido
donde el tiempo parece frío
hay un corazón de piedra en mi pecho helado
sostengo un billete hacia la nada
Evito como puedo
la resaca de las horas
el carmín apagado de un atardecer que hoy
no es visible
el ladrido de un perro que divide el tiempo en dos
y el gato que se aparta de mi camino en el instante que paso
y que queda en tierra de nadie: en tiempo de nadie
Los coches aparcados en la calle atestiguan
que llego a casa con la cara violácea del cadáver
lo juran y perjuran por los ídolos los dioses solitarios los altos campanarios donde
el tañido de las campanas
recuerda
que nada no nos protege
ni a mí ni a ti ni a las pequeñas cosas
baila el silencio en la garganta
las nubes se entumecen en el cielo
por el olor cortante
a ceniza
siento la mordedura de unos dientes invisibles
el grito de una garganta que alguien olvidó en la calle
la soledad que pesa en mis párpados
los pasos indecisos que me llevan a casa donde
¡sólo tengo unos versos por trinchera!
El hombre del saco
Los mares de la calma en que habita la esperanza
los ojos que miran fijamente la luz de las cosas
la espera que marca y te transforma en otro
cuando las manos entumecidas se tornan en un puño.
Se resisten las voces a quedar calladas en el abismo
sólo claudican los malos amantes en la noche oscura
y vuelven los ídolos en sus pedestales a ser sólo ídolos
y los dioses vagan por el Olimpo ociosos, sin gracia.
Vuelve tu boca a pronunciar ese nombre ante el espejo
y las formas y los colores, todos evocan tu cuerpo,
baten las alas las aves a lo lejos, en el horizonte,
mientras la nube pasa con su nariz de payaso
para quedarse inmóvil una fracción de segundo:
Quizás eso sea la eternidad, algo más mundana
de lo que nos contaron.
Quizás el tiempo no cese, sólo nuestros ojos
que ávidos de calma inventan el instante
en que todo llega y nada pasa de largo.
Quizás, ahora, en mi cama tumbado,
el espacio y el tiempo sólo sean la mortal mentira
con la que con forma de hombre del saco
me enseñaron a tener miedo del hombre y la alegría.
¡Ay corazón!
¡Ay corazón! ¡Ay corazón ignorante!
desterrado de este tiempo
desterrado de este aire
hundido a ras de suelo.
¡Ay ignorancia que late
en mi pecho! Y digo
con palabras de amante:
¡De miedo tiemblo! ¡Herido!
¡Ay si fueras tierra,
camino,
verdad que verdad encierra!
¡Solo, conmigo!
¡Frío, sí, frío en mi pecho!
Aún noto tu cuchillo
acero y espalda uno
lecho, humilde lecho
chiquillo, humilde chiquillo
¡Mar, humilde Neptuno!
Otoño en familia
Caigo como una hoja en el vasto otoño
las tonalidades languidecen
y pesan detrás de los párpados:
Tantas
tantas imágenes mortecinas
roen los tuétanos de mi osamenta
como el tiempo invisible que deshace una pieza de música.
Las mieles de su entrepierna
cuántas vidas para olvidarlas.
Acaso cae una nota de la noche
las pesadillas son anecdóticas – sintomáticas -: perros
abriéndome el cuello
buscando la palabra que me redima (recorre
un escalofrío las sombras hasta morir en mi espalda);
un soldado nazi en un tranvía – bancos de madera -:
lo asalta la belleza y tira su pistola: y llora
y despierto llorando.
Busco un sendero en la ceniza
que me lleve a la mañana
y ahí está mi familia para abrazarme
para decirme
sin decir nada
todo pasa.
Burbujas
Pesa la mañana tras los párpados.
Casi a tientas – pájaros de ayer
arañan el cristal de la ventana;
¿o sus trinos? -. Solo,
traslúcido y pastoso
– apenas una sombra inanimada -.
Una vieja camisa, unos vaqueros,
una cazadora azul que sabe de memoria
el camino
al trabajo;
dan cierta forma humana
a este error de nacimiento.
Inspiro, aguato el aire
en el pecho
me sumerjo en el día y sus consecuencias.
A veces veo burbujas
que acarician, cuando suben,
mis mejillas: dicen
que hablo.
Podrías…
Podrías ser la ventana entreabierta
en la que han muerto tantos veranos
un perro que lame las heridas
de una roca que hiere el horizonte
un domingo cansado de andar
la semana con los pies llagados
el plumero que le salió a la vecina
un poco más allá de los dedos
cuatro paredes que recogen la luz
de una lámpara que cuelga y siente
el vértigo de la existencia; o un río
que erosiona la vida con diplomacia
que convierte la noche en alba
como un mago que confunde al prójimo
la ley del silencio en la casa
de un predicado que mira ausente.
Podrías ser la ventana entreabierta
por la que se deslizó la noche
y durmió a mi lado: o un poema
que ayuda a cambiar de estación
de piel de sangre de ideas
viejas como mis penas, o
una hoja que se equivoca de otoño
y traza, en su caída, la silueta
de alguien que amé
una tarde que me equivoqué de vida.
La melodía que olvidé
en los aledaños de tu vestido
un casa tallada en piedra
un sueño durmiendo en la acera
la arena tostándose al sol
en una playa de nudistas
flores desnudas temblando
en el tallo de una caricia
un rayo que cae del cielo
y arranca cientos de aplausos
el lenguaje que hay oculto
en el zumbido de no sé qué insecto.
Podrías ser tantas cosas…
y todas son la misma: el lento transcurrir del tiempo
con que se llenan siempre los días.
Muebles
A lo lejos
quedan a lo lejos habitaciones
vacías puertas cerradas palabras – ecos –
golpeando una y otra vez portalámparas jarrones
cisnes de cristal jarrones con forma
de cisnes
preguntas que quedaron en el aire. Muebles negros
bajo una fina capa de polvo o de tiempo
que mira por las ventanas
la maleza que crece y queda en suspenso.
Y duermo y despierto y duermo y despierto
y en el sueño del día y de la noche
un silencio estridente arde y amenaza
la calle
con entrar por los cristales
el trino de los pájaros
con insultarme
el espejo
con escupirme.
Vuelvo sobre mis pasos por entre los muebles
del otoñó (quizás de otra casa pero
el mismo polvo)
con el miedo de tropezar con algún muerto
o alguna tumba cavada en el suelo;
y a tientas, entre olor a vinagre,
salgo a la calle: septiembre y carcoma y octubre con sábados inmóviles (años iguales
por venir entre la niebla de los años).
La ceremonia del viento enroscado
en la tarde
me trastoca:
Pienso en los juegos de palabras y la magia
que subía por la senda de tu cuello hasta tu boca.
Pienso que basta con cerrar los ojos para estar solo.
Vuelvo adentro de cualquier casa – de la misma
casa -, y
como siempre, ebrio de tiempo que me sobra,
mis dedos dibujan formas irreconocibles en el polvo de los muebles:
mesas y sillas pensando sillas y mesas; y una alfombra:
huellas de juegos infantiles: añoranza.
Pienso en la calidez de la carne, en el aliento alcohólico de los cobardes rompiendo
los muebles al llegar a casa, en las lágrimas que llenan la noche
y el alba (podríamos escribir en círculo
hasta comprender el odio atropellando los pasos
del odio).
Habría ido a buscarte
más allá de la música
más allá de la forma
más allá de la memoria: entre los coches mal aparcados y la ceniza
de las hojas de los árboles de ceniza
y de la lluvia que limpia
la tarde y el olvido
y de la luz que todo lo ciega…
cualquier amor sin nombre
cualquier habitación vacía.
Podría haber perseguido mi sombra
por las paredes de las casas por los adoquines
de la calle. Podría haber perseguido mi sombra
entre gemidos de los rostros que dicen que tuve;
y mi verso en la piel traslúcida de los muertos
o en las tapias de los huertos que rodeaban mi pueblo…
El corazón sigue latiendo y es todo lo que tengo.
Todo lo demás es la soledad asomándose a una ventana entreabierta.
Así es la vida: las huellas que deja el tiempo
en la carne, las huellas
que deja el amor en los labios
de nadie.
Naipes
Me derramo por las calles como huída del presente
y la tarde y las nubes de la tarde encienden un latido
llego a casa y los dominios del blanco
papel
esperan
que las larvas que la muerte posó en mi lengua
– las cadenas del silencio, la arcilla con que el tiempo
esculpe mi indolencia -; estallen en palabras
y sólo quede un hombre soñando el sueño
de los hombres:
el telúrico rugir del universo
el pálpito esdrújulo de la sangre por la carne
galopando…
Yo, que he conocido
las llagas hirviendo en la lengua del caballo
la propiedad sin cercas
la distancia entre dos lágrimas
la canción de la derrota de las hojas amarillas
hacia el mundo
goteando…
Yo, que siempre he acabado en mí mismo,
hoy empiezo otra partida – y me río de los naipes
que dicen que repartió el destino -,
sobre este papel
en blanco.
Zapatillas de casa
De mañana
el claroscuro deshace los sueños
la memoria nos sitúa en el raíl de la existencia
de nuevo
bajo una piel ya vieja.
Al pie de la cama: zapatillas de casa,
mirando a ras de suelo hasta ese momento,
ven cómo los fantasmas infantiles se funden con el dibujo del suelo
y desaparecen.
Huimos hacia delante con cara de adultos impasibles
aunque a veces
un frío se encarama a nuestra espalda
y la memoria del olvido golpea en nuestras sienes
quebrando la dovela del arco de la frente
que sostenía toda entereza:
por un momento nos asedia la tristeza.
Un leve suspiro, y seguimos
sacudiéndonos las dudas; afianzando un personaje,
huyendo hacia delante con gesto resuelto – hasta arrogante -;
hundiendo nuestra vista en la tinta de la prensa…
en cada nota de la realidad que nos distrae:
pero los fantasmas
bajo la cama
esperan.
Raíces
Un día pensé
entrar en un poema con una bala entre los dientes,
mordiéndola, para resistir
el tormento del asfalto reclamando la suela
cabizbaja de mis zapatos – los pasos en la desgana
de una calle cualquiera
en la hora de la recogida selectiva de desgracias -,
las ojeras de una vida en círculo, el suspiro
que por repetición se ha grabado en el espejo: mañana
seré otro.
¿Oís
cómo acecha el otoño desde no sé qué cielo con el tesón de los héroes
o los mendigos las tardes de lluvia?
¡Y no estás
y así es el futuro!
Alguien debe cuidar con mucha ternura
este deseo que, como hoy,
me doblega:
Desvalido levanto la mirada
ante mi propia herida:
soy: una vela que se consume
al abrigo de tu luz
y mi mentira…
y quizás, yo, así, con un reloj en la garganta (como siempre y como
nunca: dos únicas horas en una esfera macilenta)
te encuentre sentada en un vértice del otoño
con las piernas cruzadas esperando un recuerdo
que ya es ceniza (Oíd: ceniza: raíces
y ceniza)
Comida de domingo
– ¡Venga, la comida está lista… pero dónde vais ahora… tenéis edad para volar y aún parecéis críos! – En un gesto de complicidad buscó la mirada de su nuera, Julia, que ya estaba sentada a la mesa. Sonrío levemente.
– Ahora mismo – contestó Fernando a su casi anciana madre, mientras terminaba de subir las escaleras con un balanceo de cabeza dirigido a Juan indicándole el camino a la que había sido su habitación de niños.
– Tengo que decirte algo; anoche me maté. Estaba en el baño, abrí el grifo, y me concentré en aguantar la respiración, como un reto infantil, hasta que el agua caliente saliera. No sé si me quemé de golpe o vi que no volvía la respiración cuando quise… el caso es que me caí hacia atrás y me di con la cabeza en el lavabo. Estaba muerto pero no podía hacerle eso a Julia. Ni ella ni yo estamos preparados. Creo que fue en una película de Woody Allen en la que un personaje le decía a otro que la entropía es aquello por lo que no podemos volver a meter la pasta de dientes en su tubo, o eso creo recordar. Por suerte no fue mucha la herida ni el cerebro que se salió. Pude hacer un arreglo tapándomelo con el pelo, casi no se nota.
– Un momento, ¿es carmín lo que llevas en los labios?
– Sí, estaban demasiado violáceos esta mañana al levantarme.
– Lo siento nene, lo siento mucho. ¿Qué vas a hacer?
– No puedo… así de golpe no puedo que Julia lo sepa… han sido muchos años de un lado para otro, por el trabajo, sin echar raíces (claro, amigos tuvimos en cada sitio… pero… ya me entiendes, todo parecía provisional, cualquier día otro destino… joder, ahora que estábamos todos tan cerca, nuestros padres, Carmen y tú!); en definitiva; teniéndonos el uno al otro solamente. He pensado en ir desapareciendo poco a poco, para que se vaya haciendo a la idea de una forma casi inconsciente. Creo que va a ser lo mejor. He pensado que después de comer y volver a casa, sentarme al lado de ella en el sofá e inspirar haciéndome oír, y aguantar la respiración cada vez más tiempo, hasta dejar de respirar, alargar los silencios en cada conversación hasta que no espere respuesta. No volver a dejar la ropa que vaya poniéndome en el cesto de la ropa sucia, ir deshaciéndome de ella, tirarla a la basura. Lo mismo que el perfume que dice que le encanta… Deshacerme de mis discos… esperar a que se duerma y salirme al salón, ir dejándole toda la cama a ella sola… No puedo hacerlo de otra forma… Terminar de irme poco a poco. Venga bajemos a comer, luego me pregunta qué hablo contigo que ella no pueda oír… ya sabes de forma pícara, creo que es para darle la razón a la mamá de que somos algo infantiles. Cuánto os voy a echar de menos, a todos.
– Y yo a ti, Fernando.
Poema oscuro
Bajo siete soles
manos curtidas, vientos áridos.
Sangrando los labios, y las palabras
– las palabras sangran cuando callan -.
Aguza el oído la madre tierra
y llama a sus hijos.
Fosos dispuestos en la tarde quebrada
fosas comunes para hombres comunes
(largo adiós
ríos mares cielos…);
cansados de morir cada día
mueren:
Hacia la Gran Noche – sin luna ni estrellas
¡hasta sin frío ni tinieblas: sólo noche!
Murmura el silencio, grazna el silencio
su melodía
aguza el oído la madre tierra…
El acero corta la tierra y lanza
la tierra
contra el féretro.
Torbellinos de silencio arrogándose toda esperanza
crujir de madera
clavos que sellan toda palabra
Aguza el oído la madre tierra…
El hombre, cortado en tallo de vida
como las flores en ofrenda.
Crespón crespones arcilla resquebrajada
qué molde, qué tuétanos de qué sangre
arcilla… polvo que ciega la mirada.
Siete soles
seis manos
cinco lágrimas caen sin saber hacia dónde
cuatro clavos en las esquinas
tres nudos en la garganta
dos sollozos contenidos
un sonido.
Aguza la tierra su oído
para sentirlo.
Aguza la tierra su oído
(¡Y llama a sus hijos… y sigue llamándolos…!)
para sentirlo.
Y cae la zarpa desde un cielo plomizo
hienas
carroñeras a lomos de desidia y segundos
polvorientos.
Roña en las uñas, hielo, témpanos de hielo,
tallos de piedra:
mueren las rosas.
La coartada del silencio
música geométrica que busca su sitio…
Y nada… mares de nada…
El exilio
la carne desterrada
Aguza la tierra su oído.
Hay una razón con más peso
una casa mortuoria con visillos
raídos
el cielo se apaga
caen los párpados buscando su centro.
Pregunta cómo se llama el difunto el tiempo
en una esquina.
Se ciernen los abismos
dientes amarillos
labios exangües
gargantas en silencio
Aguza la tierra su oído
aguza la tierra su oído.
Los engranajes del tiempo
llenan de silencio
las catedrales.
En sus muros de piedra
golpea el aire
la lluvia;
y el murmullo de los que ya murieron
encuentra su sitio.
Se unen dos mundos
a espaldas del mundo
– sin testigos –
Aguza la tierra su oído
– se expande y contrae la historia: la misma historia
contada con mil mitos –
para abrazar a sus hijos.
Viernes…
Nacen las aceras de un sueño macilento, deambulan sombras con gafas sobre ellas. Provisto de un cierto arte, el ulular del viento se cuela por las rendijas de las ventanas… estrellas, vacío, orines de perros escuálidos en tapacubos de coches rozados: imborrables huellas del tiempo, de realidad austera que resiste a la poesía. Atronador eco hermético de cancelas sacudidas. Pasar página. Un latido dentro de otro latido se enhebra. Bocas entreabiertas, ronquidos lánguidos se aposentan sobre los labios con sus piernas colgando al interior de la boca. Abismo. Se preguntan la hora con desdén esperando la mañana.
El alba, tostadas, crepitar de plásticos que magdalenas envolvían; cafeteras silbando. Huellas humanas en cabeceras calientes. Dios poniendo a sus hijos ante espejos; ojos rojizos, pasta de dientes. Orín, más orín amarillento, anaranjado. Los proyectos que se untan en una rebanada de futuro inmediato. Salen miles de personas en silencio de sus casas, inspiran; de cualquier rincón oscuro, con catanas, arcos y flechas, disparan bostezos fríos a sus rostros. Y actúan. Libertad de las nubes al salir a la calle, madreselvas de desgracia en radios chirriantes de coches que llevan al trabajo. Alguno va andando y entra a un bar, buenos días. Segundo café, tintineo de cucharas agudo, escalofríos en los párpados. La semana a contradanza ha llegado hasta el viernes. Memorizo cada gesto de las caras que a él se dirigen. Escupitajo en la acera. Murmullo de las hojas de los plátanos acariciando el aire… Una frente sudorosa y una respiración entrecortada acuden al joven que trota por la calle. Golpea en sus sienes la sangre. Las aceras ya despiertas recogen en caer de sus pisadas. Acompasa su respiración el mundo, planisferio urbano donde descansará el sábado y el domingo. Y un ser mitológico cansado de sí mismo cargando a las espaldas todas nuestras vidas: las miserias y alegrías; la poesía y la prosa de que están hechos los días.
Cargo mi revolver con seis viernes en su tambor. Disparo en mi sien izquierda. Me suicido de una semana que se ha hecho larga esperándote. Viernes.
Entrelíneas…
Aquí, un hombre
leyendo entrelíneas el horizonte que se desvanece:
vetusta alianza del día hacia la noche, entreacto
en definitiva, donde
sólo el trino de los pájaros
– y el ladrido de algún perro –
sacuden el silencio de las rocas,
como la próxima mañana en la que de rocío
el tiempo antiguo habrá cubierto el mundo, crepitando
los pasos anónimos por la hierba humedecida.
Aquí, un hombre
muere un poco cada tarde; mas
se hinchen
sus ojos – abiertos,
siempre abiertos, como sus oídos,
como su pecho… –
de paisaje de silencio y de mundo.
Aquí, un hombre
caduco, imperfecto.
Aquí, un hombre
alegre, sereno.
Poema con hipervínculo
No sé si sueño con bailar o bailo.
Alguien dejó este poema sobre mi mesa
para que yo creyera escribirlo; ¿Sabes
lo que es querer estirar de su primer verso
hasta arrancarlo; sabes lo que es suspirar contra el destino
cansado de luchar,
y cansado de rendirse? Sin embargo
hoy ni me canso ni lucho ni me rindo: sólo
bailo.
Y cuando la Luna
sacuda sus máculas sobre los capós de los coches
y se incendie la memoria con esta melodía que ahora me atrapa
– aunque ruja la nada, aunque de los brocales de no sé qué minas
sean escupidas las flechas que sitiaron mi pueblo mis raíces y mi esperanza;
hasta que pueda decir qué bello es el silencio cuando no hay remordimientos -; sólo
diré:
ven, baila.
Y leo este poema que alguien dejó en mi mesa, y veo
cómo se extienden sus versos hasta llegar al final de la página;
y sigo… y bailo
en el borde afilado del papel que paso.
Mis hombros me insuflan la vida
– o la vida de este cuerpo que alguien dejó sobre una silla
frente a un poema sobre una mesa
para que creyera escribirlo -.
Y bailo
y la música me mece
y me pesan los párpados
y me acomodo a cada nota
sin perder de vista esta libreta.
Y no sé nada, sólo
que una voz rota que todo lo inunda
se ha quedado con mi casa
sin pagar un solo recibo de la hipoteca.
Gotelé
Lanza un grito desde la suela de los zapatos
a la altura de su boca una mueca se deshilacha
vuelve a su soledad con el rabo entre las piernas
pensando en el fuego de sus antepasados.
Repasando el gotelé de su cuarto de niño de memoria
le cae el techo encima como un lunes traicionero
sacude el polvo de su flequillo adolescente
asomándose a un seto de voces de otros jóvenes sin rostro
– ¡a fulanica me la follaría! -.
Pasa las horas y los años entre sueños, labios torcidos de desgana,
música que se ahoga en primeros calimochos…
y pesadillas:
Está dentro de un tambor: uñas y estridencias.
Añora lo que nunca tuvo, deserta de su rostro:
veinte lágrimas salen de sus ojos, derrapan justo antes de colisionar con la barba,
y se avergüenzan.
¡Tres dos uno: despierta! (le dice el café cada mañana)
Y no pasa nada.
Nada por el mar de la memoria:
Naufraga vomita maldice… ¡Nada! Grita
nada… grita grita grita – a veces para adentro:
acidez, más labios torcidos, un esguince en las pestañas y dos padrastros irreversibles -.
Cada noche le dice al despertador que lo llame a las siete
deja un lámpara encendida: luz tenue.
Notas para no perderse en el día siguiente.
Y busca en el gotelé la estela de su vida.
Triángulo.
Contornos contoneándose bajo el manto de la luna, la misma que guía los pezones que se escapan de sus dedos hacia el cielo; volcanes, timbales ensordecidos… viento: qué sombras acaricias y vences, contra qué agua mansamente adormecida; prolegómenos de qué música, nervaduras de qué carne. Cuerpos extasiados en madera milenaria se convierten, brazos enroscados en figuras caprichosas como esculpe el tiempo las cortezas de los aletargados troncos, de qué piel pálida; espinas, de qué flores; encajes, de qué voces. Naturaleza vegetal en la comisura de los labios, pupilas clavadas en éter, iris en penumbra circundado de jazmín profuso. Inspiran. Acueductos entre sus dedos y su espalda, un jirón de pasión se sale de una curva, cama abajo… suelo vigilante que lucha por no extraviarse en detalles de su geometría invariable. Inventario de ropas en el olvido engastadas. Zapatos sin dueño empiezan y terminan el camino sobre sí mismos. Pasos, círculos, huellas heladas al pie de qué cama. Bocas que rodean las bocas, lenguas que salen, buscan, palpan comisuras de cobre entre dos piernas. Preludio de arco y flechas, hacía qué nube. Tensiones, contracciones… ¿piedras? ¿de qué frío? ¿en qué aurora despiertan? ¿de qué sueño? Deseo moviendo el universo, estrellas que vibran, se contraen y explotan. Surcos en las sábanas, huellas de nadie como pasos al encuentro del otro. Contraluz filtrándose en las ventanas. Cataratas entrepierna abajo, choque, espuma. ¿Contra qué lecho? ¿Qué meandros conducen hacia qué madrugada? Cuatro ojos, dos testigos, veinte dedos melancólicos palpando dos rostros en penumbra. Humedad ciega.
Antes: claroscuro de alféizares y portales, besos en penumbra. Palabras sobre palabras, silencios robados entre dos rostros, cuatro ojos: de dos en dos, puentes tendidos. Desmantelada fiereza hacia la tibieza de su nuca. Susurro que cabe en un oído, lóbulos trémulos, hombro abajo, rayo helado hacia el centro de su cuerpo. Destino y origen, pestañas enredadas. Carne apresada en tejidos, mil corazones en cada pliegue y cada costura. Sangre devastada, puntos cardinales y sólo un camino. Pálpito de pálpitos en la boca de dos estómagos danzando. Sí, no. No, sí. Soporta una frente a otra frente. Triángulo.
Consuelo
Nada
nada encontrará la muerte cuando se pose en mis ojos
cuando los párpados caigan ciegos sobre ese día inhábil
cuando el telón festeje que no queda nadie
sobre el escenario; y el aire se pierda en la niebla
y la niebla en frío inapelable.
Nada
nada más que simas abiertas en mi carne,
labios violáceos, gesto de ausencia,
tiempo helado en mis venas ahogándose,
últimas esquirlas de luz
de sueños desangrándose.
Nada
nada encontrará en mi pecho
sólo larvas de miedo
carroñeras de gris plumaje
parásitos innombrables
que ya habían empezado a matarme.
No pienses que me ahogo en detalles trascendentes
que me pierdo en no sé qué luces de que otros hablan;
que la vida ha dado vueltas, no la muerte
que cierra su canción con un llanto de tristeza.
¡Mas dondequiera brota de la nada otro llanto de esperanza
el de algún niño que a vivir empieza!
Diciembre
Los mástiles de antenas hieren la noche,
los tejados helados, con su frente,
sostienen estrellas y sueños.
Avanza una pequeña nube hasta privar de luz lo que queda de mundo.
Diciembre queda suspendido entre las sienes
de esa persona que alguna vez nos dijo algo importante
mientras mirábamos el móvil con el rabillo del ojo.
Todo es quietud,
y en el silencio,
se puede oír cómo crecen las uñas,
cómo resbala la inmundicia debajo de las tapas del alcantarillado,
cómo laten los corazones bajo el pecho de la gente dormida
– al unísono –,
rogándole, inconscientes, a Dios, que el mundo sea un poco más cálido:
ese ahuecar las manos y echar el vaho dentro.
Dios estará en el trino de los pájaros
que aún quedan en invierno,
en el primer rayo de sol que quiebra soledades:
en todo lo que obviaremos cuando,
al despertar,
sólo nos importe nuestro rostro ante el espejo.
Latidos
Diástole
…esparciéndose, como un metal fundido,
albergando formas rotas, huyendo
del redil del orden…
Perlada la frente del ímpetu:
la savia que explota en sus oídos sordos;
o el horizonte, que de un zarpazo,
robó a la tarde.
Sístole
Todo acude a su centro:
a la llamada del nombre;
al monólogo
que la ira
petrificó ante sus ojos:
el vacío con que el silencio
llenaría su vida – después del entreacto -:
la infinita libertad que trajo
– para siempre –
un no
pronunciado con el gesto serio
y frío
como esa tarde de diciembre.
Hambre de ti en noviembre idealizado
Noviembre se marcha
con piedras desnudas y cristales
empañados;
con la savia petrificada
y las hojas amarillas de desidia;
con lápidas
cubiertas de un rocío
que bien pudiera ser
hijastro de la escarcha;
con escuetas sonrisas
acomodadas en bufandas:
desdén en las miradas
de los ojos llorosos y desnudos
en los tan abrigados rostros;
pasos presurosos que parece
que niegan un saludo
al despuntar la mañana.
La herrumbre de siempre
húmeda como nunca.
El derrumbe de las tardes
desplomándose en la noche
sin que nadie
tome nota.
Noviembre sin ti sin mí sin nadie
noviembre en la mesa, junto
al pan de la derrota…
Sin ti si mí sin nadie…
Y se cava un pozo en mi estómago
que alimenta la tristeza…
y que confundo con el hambre.
Biografía en un solo verso.
Fue un entusiasta de la vida hasta el mismísimo segundo antes de quitársela.
En fin…
Hoy
no hay forma de darle giro a este poema;
todo ha amanecido disperso ante mis ojos:
Los fríos pomos de las puertas
las llaves de la luz sin brillo
las escaleras, de mármol blanco:
surcos, marcas: rechinar culpable de pasos inocentes;
todo
parece ajeno a mi conciencia:
Un pensamiento
que una mosca de la siesta de otro hombre
– quizás sea así –
posa en mi entrecejo
como una moneda en la ranura
de la alcancía de un niño anhelante:
¿Recuerdas la dureza
de los minerales? Talco, cuarzo, diamante…
Colegio de muros anchos
cristales que no ajustaban
a su marco…
Así se inaugura la mañana
con las cejas arqueadas y mi garganta
repitiéndome,
ajena a mí,
que hoy
no hay forma de darle giro a este poema:
Me sorprenden dos ronquidos en la cafetera
dos huellas de sonámbulo en el azucarero
un espasmo que me apunta a la boca del estómago
con un viejo fusil,
pijamas sirviéndose un tazón
de avena
diciéndome
que hoy
no hay forma de darle giro a este poema:
En fin…
Café idealizado en anochecer de sábado de octubre
Cenicero: punto de fuga.
Gestos sin dueño,
calle peatonal cualquiera.
– Hay hojas de reclamaciones a disposición de los consumidores de otoño -:
Labios y dientes pintan
adjetivos, muerden vocativos: hablan.
Solitarios que tararean,
maquinalmente, lo que quedó después del olvido
de la melodía nasal de un padre subiendo las escaleras;
(Volvamos)
Carmines y pestañas moviéndose: hablan.
Migajas de palabras
caen sin peso sobre el pecho de los sábados.
Resbala la llovizna por toldos de franjas color rojo veneciano;
terrazas: frío que empieza a ser frío
después de que el sol ahogue un beso en los párpados de la tarde
y el horizonte se desvanezca;
canción última, cristales de octubre,
humo que asciende
paciente
de una taza de café de loza blanca,
tintineos de cuchara
miradas perdidas fijas en el centro de la nada.
Faros que iluminan el escape del coche que lo antecede:
fantasmas.
Inundaciones
Movimientos:
sístole y diástole cabalgan en los labios,
respiración entrecortada – jadeos
que empapelan las paredes, desteñidas
por el tiempo: presente que suma
inspiraciones pasadas -, lenguas
que reciben su forma
del negativo
de la piel salada;
conjugación de humedades,
dedos buscando oquedades
primitivas
que el olvido
olvidó de borrar; jirones
de noche y de luna…
miradas en penumbra…
gemidos ahogados:
inundaciones.
Ahí, donde te digo…
El desenfreno etílico de las sombras
los ademanes amables de la mentira
la crueldad del tatuaje pérfido que pasa
a la sangre, y se bifurca
por la carne.
El Apocalipsis de las ojeras
los dedos de las manos chasqueando
la locura.
El trigo de las pesadillas
las estelas de estaño con que hieren el cielo
los cóndores de aluminio tan grisáceos…
Vendavales en sobres amarillos pálidos
y remite en los vericuetos del olvido
junto a un sobrero azul de fieltro…
El brotar del sudor de la tinta,
antes, sólo sueño, sobre el calendario.
La materia derruida, la luz
entrecortada, la crisálida del otoño
hacia el cáliz estéril del invierno…
La primavera que explota en las conciencias:
el mundo que descansa sobre un tallo;
entonces libaría los aromas inconfesables
y me enredaría en los sonidos de la muerte
buscando a dios
en tus labios.
Ahí, donde te digo,
se contradicen las distancias
y todos los tiempos son el mismo:
un escenario sin máscaras
sólo calor de cuerpos desnudos:
la canícula eterna y primera
de las palabras…
Temprano
Esta disertación sobre el polvo con que se cubren los amores
o el erotismo de las líneas de alta tensión penetrando en el horizonte
o la humedad de las inundaciones,
no me lleva sino a pensar
que hoy me he levantado, y la mañana
todavía no se ha hecho con el mundo.
Me encanta ese lapso de tiempo sin terminar de acotar
donde los árboles se insertan en la penumbra
y no saben si son árboles, o colorines palpando el alba con su canto;
donde el joven ebrio tardío
coincide con el viejecito insomne
– “la cama me mata, me quiebra los riñones” -,
en un “buenos días”
(por decir algo).
Desearía, ya, más tarde
rebelarme contra la tiranía de los relojes,
hundir un cuchillo en el costado
de una hora que pasara por mi puerta
– ver cómo están entrelazados
sus intestinos a la geometría del tiempo -,
con la esperanza – si he decir la verdad –
de que algún año que cargo en mi espalda
sea arrastrado
por ese río de sangre imaginario:
por ese río de rostros doloridos
que acaban llenando las mañanas.
Devenir
Los pensamientos se engastarán en la noche,
la soledad y sus máscaras
multiplicarán los cuerpos.
Entre las ramas entrelazadas de los árboles
caerá, como una ola furiosa sobre sí misma,
la luna hecha añicos
– como el cristal que pasaremos media vida reconstruyendo:
en la primera mitad, lo rompimos -.
La amarra, el camino, el espejo:
el rostro que envejece al reflejarse.
La piedra, el retrato, el viento:
el velero al que mece el oleaje.
La pintura, el muelle, la calle:
el devenir del asfalto infame.
Luego, después de ahora – en verdad:
nunca, siempre… quién sabe -,
en la transparencia que guía los pasos de los ciegos
estarás tú siendo igual y distinta,
volviendo una y mil veces sobre ti misma…
y tan sólo serás – al zumbido de la luz sobre mi rostro –
la cicatriz que el tiempo deje en mi retina.
Cálculo de otoño
Y así,
mientras el lápiz empuña la vida,
el quince de septiembre se cuela por la ventana
– no hay postigos que al tiempo detengan –
y mis ojos se preparan
para un otoño breve
– eso ansían, eso quieren -.
En el próximo otoño – dicen -,
los perfumes familiares atravesarán las sienes;
conocer la pulpa de todos los frutos
será ir extinguiéndose sobre un mismo;
y ya,
cuando la luna mengüe
y casi desaparezca la luz
en la noche
y se confundan todas las brújulas;
entonces
sólo quedarán las encuestas,
los datos
y sus extrapolaciones
de lo que hacíamos y sentíamos en verano
estirándolo más allá del equinoccio;
y como el buen matemático
que quisimos ser
las daremos por buenas.
Yo digo que es mentira
que cada hoja amarilla
levantará de la piel de la tierra
una nota de música irrepetible.
Alforjas
Esa oscuridad es el velo de la sangre,
del azufre y de su garra
– y de la huella que deja en los párpados -;
cubre mi rostro con lesa majestad de quien quiebra el silencio.
La ebriedad de voces distantes
dobla las ramas amarillas de la música
y sólo queda el chirriar de la existencia en las venas palpitando:
¿A qué viento rezarle para implorar la calma?
No, no lo hago.
Entonces
en las pinturas de los muros,
donde, al atardecer, alguien
puso: melancolía;
me doblo por la mitad con las manos sujetando mi estómago
y descanso de ser yo;
y me asombro
de las sombras, de cuántas sombras,
salen por mi boca:
y a ciegas, desgajando el aire circundante,
aplastan los segundos para llegar al alba,
un alba gris y fría,
más allá del mal sueño del que desertaría la noche misma,
y que, sin embargo,
alumbra el nuevo día.
Y alforjas rebosantes de esperanza,
hacia la oquedad que hinchados y blancos gusanos
dejaron
en los corazones,
acuden a encontrarse
con la vida.
…ese mismo camino.
Me he acostumbrado
a pasar página
con la frialdad de un glaciar,
con las venas de mi cuello y mi frente
llenas de ira helada.
Luego, sobrevenida,
la culpa cabalga por ellas…
viene, directa, de los dígitos verdes de un radio-despertador
que me hacen saber que aún estoy despierto.
En esas noches de insomnio
me balanceo en la resaca del mar de la nada
que vivo como un todo;
y la necedad, – y quién sabe
si la mala conciencia -,
sostienen mis párpados:
y mis ojos se secan
y me hundo en un pasado
que repaso como el cajero de un banco
cuenta por segunda vez
el mismo fajo de billetes.
A esas horas, la luz
de la luna
castiga las catedrales y los adoquines
que han soportado el paso de tantos hombres…
les recuerda su vejez
y su decrepitud.
Intuyo que empiezo a andar ese mismo camino.
El primer día del resto de mi vida
A las cinco de la tarde
tomé por primera vez conciencia
de que el sol
estaba fuera.
La luz resbalaba por el cielo
dándole una tonalidad más viva
a los seres y objetos de la tierra.
Sentí una verguenza
que colgaba de la diéresis que mis cejas,
arqueadas de asombro,
dibujaban.
Sentí que toda entereza alguna vez quiebra.
No sé si lo que pasó por detrás de mis ojos
era una nube de lágrimas, muy densa:
pretérita.
Lo desconozco.
Es posible que ese sudor de la culpa, la ternura o la inocencia,
una las partes dispersas
en un todo entrelazado;
y así, el mundo se desvele, si no
más bello,
al menos más humano.
¡Qué placer sería
– y digo sería –
que mi ser se desbordara
de lágrimas,
y oler por vez primera
la esencia de los cuerpos y los sueños
con un alma enteramente humana!
Sin título (1)
Porque mi esperanza fue tal
– en aquel momento –
que los niños que jugaban en la acera
volvieron su vista al unísono,
¿Quién será aquel esperpento?
– pensaron
con palabras que por la edad
aún no les correspondían -.
Yo no voy a hablaros
de lo que sentí después,
porque
cuando se mira al pasado
– los años, unas cuantas horas –
de las sensaciones y los sentimientos,
todo es mentira:
juraría que el tiempo
siempre nubla la mirada.
Os voy a hablar de lo que hice
con tamaña esperanza:
nada.
Buscándote
Algún día me encontrarás borracho por los bares,
cabizbajo, con un sabor metálico en la garganta,
apoyado en la barra mugrienta de la derrota;
y no será a ti a quien busque.
Secuestrando los olores de mis congéneres
y el calor humano que olvidan
cuando pasan. Alguno
me dirá que estoy vivo, y que
con eso basta; entreabriré la boca, libando
la poesía en el aire; esquivando
las serpientes que cuelgan del techo, de camino
a la calle.
De camino a un sueño en que siga buscándote
sin ser a ti a quien busque.
Espero… y ya conozco
todos los tic tac de la tardanza; sé
del último pensamiento de las moscas:
revolotear por todo tu cuerpo y que me apartes
con desprecio…
Merodeará la vergüenza por el marco
del espejo
que me mire de madrugada; antesala
de las horas que pase buscándote
en mis sábanas.
Y no será a ti a quien busque.
Y no será a ti a quien busque.
Algún día encontraré tus ojos y miraré por ellos
el mundo.
Quizás comprenda,
entonces, que la única poesía
es saber vivir con uno a cuestas; y,
así, sin castigos – ni tuyo ni mío -,
seguir buscándote.
Sueño
Así pasó la noche,
soñando apresuradamente con despertar
y soñar el día;
desdeñando realidades y vilezas,
creando un mundo y un lenguaje:
un código con que circundar la vida,
y unos labios humedecidos de fatiga
de nombrarlo:
de tallar, a fuerza de voces, sus diminutos detalles
en el granito de la memoria
para saber que existimos.
Un hombre solo y una mujer sola
con la extraña sensación
de que la sangre sigue su curso, a embestidas,
bajo el légamo de la piel – donde el orfebre del ocaso
nos dio el verbo y nos arrojó a la tierra -,
sin tener en cuenta el témpano de hielo tras la retina
y el remanso en el corazón de unas leves ascuas ardiendo,
del que sueña
despierto.
Todo para que tal vez, como está escrito,
el tiempo torne verdadero al escaparse entre los dedos
incendiando los engranajes del olvido;
y que el recuerdo de cualquier día
se vaya cubriendo de polvo y telas de araña
como los muebles de una casa abandonada,
como el que se abandona al sueño
y – quién sabe -, a la vida:
al lento transcurrir de los años que cierra las heridas.
Pasos
Algunas tardes pasa una sombra;
resta palabras
a cada paso
del libro que leo, hasta
que queda en blanco.
Luego, en el polvo muriente que va
desde mis ojos al horizonte,
sus pasos se extravían
como se perdieron las cicatrices
bajo tu piel violácea,
como el suelo helado
bajo la nieve.
La noche partió contigo
y sólo queda la caracola de la tristeza
que puebla mis oídos
de los gemidos de otros.
Así sé que no estoy solo
y que cuando amanezca
la luz andará pisando las huellas de los pasos de sus hijos.
Pesimismo sin puntuación
Tú vienes
de la tierra de la miel y las estrellas
de la pátina y la sombra sobre el tiempo
de los árboles carcomidos y el errante
cielo
que acoge las heridas de las pérdidas
la melancólica luz sobre los campos
Tú vas
hacía el cúmulo de nombres y de rostros
por el vasto mar de las pisadas
por el numerario bosque de lápidas esdrújulas
por el aluvión de las cenizas de la infancia
que quiebran en domingo y en mayo
y en bisiesto
y en el frío más solitario
Y mientras
con la cólera del exilio de las lágrimas
con los ojos rojos de
no
dar
crédito
del despotismo del dolor
con que alguien dispara
al pecho
de un recuerdo
de un solo recuerdo
limpio
enmarcado en madera pobre y sabia
en el salón de cualquier casa
sabes
que algún día
todo será
la forma caprichosa que tenga el olvido
en el fondo del mar de los ojos del que mira
nada
Sopor
Me mostró la palma de su mano;
tras la piel casi transparente vislumbré
las cenizas de todos los ocasos, los astros,
los mares… que vio en su vida;
después
la cirugía
del suicida tallada en su muñeca,
– faltó poco -.
El fulgor de tanta belleza debió ser insoportable.
Levanté la vista con la guía
de su brazo
y contemplé sus ojos;
tras ellos la grandeza del universo
flotando entre lágrimas sin forma,
contenidas…
y con voz de otoño
sólo dijo:
soy la suma de mis heridas;
tan sólo.
… en Babia (Babia la llaman) …
Porque quizás sólo sea eso…
Ya sabes, estás
hablando – ¿te has fijado alguna vez
en el color de las palabras? -: del paso del tiempo,
de los ojos que te miraron, una sola vez en la vida, sin miedo;
fruslerías con las que has construido un discurso:
un edificio que siempre empiezas por el tejado
y, lógicamente, se tambalea… sin embargo
no importa: son almas amigas las que cierran el círculo
(en medio hay unos cubitos derritiéndose; unos vasos
exudando su pasado); y todo
está perdonado de antemano. Luego
otro – al que el hilo de tus palabras ha rozado la mejilla -,
da un respingo y edifica otro castillo en el aire
que también oscila sobre el terreno movedizo
de cualquier
noche de verano…
Nada, nada te ata.
Incluso puedes elegir el silencio, o
sisear una melodía imaginaria que sólo existe en ti
y que se enrosca al origen de tu ser – ¿qué será
eso? -. Te quedas
en Babia (Babia la llaman); en un
bucle de instantes que hacían pompas con chicles
de sabores siderales (aunque jurarías que eran de fresa).
La libertad debe estar enfundada en nuestra piel;
dentro, bien adentro. Es saberse en paz (más
o menos), en discutir, a veces, con otro que vive contigo
bajo tu mismo pellejo,
y un tercero que da fe del enfrentamiento.
Universos, universos…
cuando estoy en paz llenaría de silencio universos
enteros… cuando estoy en guerra
contra mí mismo, de palabras y de gritos y de lágrimas
henchiría el cielo… quemaría el viento:
mi Babia particular: donde
estoy yo, conmigo, con mi otro yo… a veces, cientos…
Porque quizás
la libertad sólo sea eso…
Una cosa diminuta, casi invisible…
Quizás la libertad no sea tal sólo al practicarla
sino tan sólo el saber que está disponible:
agazapada, afilando las uñas aceradas
con que vaciar las cuencas de los ojos
al que viene a venderte una guerra que no es tuya.
Hay quien tiene bastante con gritarse a sí mismo.