El pasillo en que el acontecimiento se desarrolla es desahogado, suficientemente espacioso; la luz, aunque tenue, me permite observarlo todo, no hay zonas en penumbra; lo capto todo perfectamente, al modo de una cámara de seguridad instalada en el techo, con una cierta inclinación respecto a la horizontalidad del mismo. ¿Quién eres tú, qué recuerdo o futuro evocas, qué imponderable, de quién? Te veo desde el momento justo y no tengo sino que imaginar qué te ha llevado allí, porque eso no lo he contemplado, pero se me aparece como claro y evidente al despertar. Forma parte de la narración, lo sé, estoy seguro. Todo comienza en el giro. Levantas el talón de tu pie izquierdo, dejando sólo la parte delantera, de una suerte de madera pisando el firme reluciente; y con el derecho te impulsas, haciendo, como digo, un viraje de ciento ochenta grados sobre el eje imaginario que atraviesa tu cuerpo, de arriba hacia abajo; volviendo por donde creo que viniste; y ahí queda él, el otro, con el encendedor asido por su mano derecha, con su pulgar que acaba de activar el mecanismo de la llama, y su brazo formando un ángulo de noventa grados con respecto al resto del cuerpo. Su rostro empieza a curvarse, se dibuja en él una sonrisa torcida, aviesa… ¡si has sido tú quien le pidió fuego! Cómo lo dejas así, sin hacerle caso… Cómo actúa la vergüenza, qué pudores nos inculcaron de niños. Es el otro el que lo pasa mal, puedo leerlo en su estampa; la que dice, que no me haya visto nadie… mientras tú, personaje principal de este sueño, te alejas, con garbo, con una desenvoltura que presagia que vas de eso, de soberbio, de altanero; alguien, que estando por encima del bien y mal, mira la vida y la muerte con unos ojos nuevos… La escena me hace tanta gracia, es tal lo vívido, lo real, lo elocuente de este sueño, que despierto de él entre sonrisas, con una hilaridad desproporcionada, de una siesta que recordaré siempre.