Fernando recorría la avenida por la acera a la cual se abrían las puertas de los comercios, de los que salían ráfagas de aire frío y cataratas de música electrónica. Era una tarde de verano en una calle del centro de una ciudad en rebajas. Las bolsas de los comercios tomaban la iniciativa, y las personas que las portaban eran, en verdad, quienes las seguían. Iba pensando en sus cosas, como siempre, pero atento al tráfico humano, y a una velocidad acorde con las circunstancias.
La persona que venía de frente, la que iba a chocar con él, no. Iba también ensimismado en sus pensamientos: vaya casualidad que me comprara un coche de gasolina y a los cinco meses perdiera el trabajo, y que el de ahora esté tan lejos. Hubiera sido mejor comprarlo diesel; lo peor es el horario, y, aún más, los compañeros, que llevan años y años en la empresa y me miran raro, como el nuevo… seré el nuevo siempre, me han puesto esa etiqueta. La diferencia es que esta persona, la que iba a chocar con Fernando, no iba atenta a las trayectorias de los demás ocupantes de la acera por la que circulaba. Iba, más bien, con la cabeza gacha, con los ojos dirigidos al pavimento, objeto, en ese instante, de sus maldiciones; aunque el gesto de su cara era el del que pensaba encontrar en él, en el suelo, consuelo y respuestas.
Como digo, chocaron: el hombro del segundo hombre se clavó en la clavícula de Fernando, llevándose éste la peor parte ya que su inercia era menor.
Fernando logró mantener el equilibrio. Pensó en aquello que aprendió de joven de boca de su tío preferido, el sabio no dice lo que piensa, piensa lo que dice. Él, aparte, lo había visto claro, en un intento de dotarlo de significado lo imaginaba así: todo lo que decimos sale del corazón, sube por el cuello hasta el cerebro y sólo después de ese filtro alcanza el exterior a través de la boca. Veía este trasvase de pensamiento claro y evidente, como un analista un flujo de datos. Por otra parte, desde muy joven, se interesó por todo lo que caía en sus manos referente a la empatía, eso de ponerse en el lugar del otro, y dio por sentado que el otro hombre, en un momento de sufrimiento (se imaginó tres causas posibles en un segundo, pero no acertó en ninguna), había cometido un pequeño error. Todos somos humanos.
Entonces Fernando lo miró a los ojos y le dijo: ¡Hijodeputa!