Camarero, otra jarra
de melancólico vino
en el que yacen difuntos
bajo cipreses y pinos
los que antes vivieron cuerdos
así, al modo mezquino.
Los que reputación dieron
a su dialéctica, trinos,
y que no dirían nada
del salvaje mundo mío.
Diciendo voces vacías:
padre, madre, abuela, tío.
Y sin embargo no son
más que nombres aburridos
de parientes también muertos:
Luisa, Félix, Joseíco.
Y siguen sin decir nada
porque la muerte es un mito
más grande que ellos, grande
como el Danubio o el Nilo
y como sus aguas van,
sus palabras, al vacío
y sólo quieren ver santos
vírgenes, cáliz bendito
curas, obispos, iglesias
y más pecados impíos.
Ven el mal hasta en la gota
minúscula de rocío
y por eso los invito
al insufrible suicidio
de su vida y su memoria:
que griten, porque el aullido
del que no ha aullado debe
hundirse en su crucifijo
el que portan en el pecho
como el símbolo vacío
de la piedad por el otro:
la pena por el vencido
por el pobre, por el loco,
por el que nunca ha sido.